Los vagabundos del Dharma, Jack Kerouac, Anagrama, 2022. Traducción de Mariano Antolín Rato
En
un programa de televisión, en la América de finales de los cincuenta, Norman
Mailer y Truman Capote comentaron diversos temas de actualidad, entre los que
estaba la literatura que se hacía en ese momento en su país. Mailer elogió la
novedad y frescura que aportaba la prosa de Kerouac, quien hacía poco que había
publicado En el camino. La respuesta de Capote podría ser su epitafio:
“Eso no es literatura; eso es solo mecanografía”.
Tal
vez lo dijo porque el mismo Kerouac afirmaba que había escrito En el camino
en un único rollo de papel continuo, preparado para teclear en él sin la
interrupción de tener que cambiar los folios. La idea de Kerouac era lograr una
escritura espontánea, improvisada, como el jazz. Como en él, esto no quería
decir que se arrancase a escribir sin más. Kerouac afirmaba que había mucho
trabajo de preparación de la escritura: notas, esquemas y borradores. Eran el
equivalente a los ensayos de los músicos antes de un concierto. Lo que no hacía
Kerouac era retocar o corregir nada una vez escrito. La primera versión era
sagrada.
En
esa veta musical, Kerouac solía decir que el fraseo de su prosa se basaba en la
respiración, como el de un saxofonista. Si leemos las contraportadas de sus
libros publicados por Anagrama, en todas veremos que se habla del carácter
sincopado de su prosa, que sin embargo no logro encontrar en ninguna de sus
traducciones. Tal vez por ello me pierdo la característica principal de su
prosa y, como no lo he leído en inglés, sino en castellano o francés, es una
cosa a tener en cuenta ahora que voy a hablar de uno de sus libros.
Los
vagabundos del Dharma apareció a continuación de En el camino,
la obra que lo había hecho famoso. Aquí introdujo un nuevo tema que había
despertado su interés, el budismo. Afirmaba que leía el Sutra de Diamante
todos los días. La novela sigue las peripecias de Ryan Smith a lo largo de año
y medio, desde que lo encontramos como polizón en un mercancías rumbo a San
Francisco hasta que lo dejamos al final de su temporada como vigilante contra
incendios en el Pico Desolación. Entre medias estará en San Francisco y otras
localidades de California junto a su amigo y maestro Japhy Ryder, un trasunto
del ensayista y poeta Gary Snyder, el Neal Cassady de esta novela, que le
enseñará todo lo que sabe sobre budismo y montañismo. Después, cruzará los
Estados Unidos haciendo autostop o en autobuses de la Greyhound para pasar el
invierno en casa de su madre, para regresar por fin a California y ponerse a
trabajar como guarda forestal.
No
sabemos por qué la novela empieza donde empieza ni por qué termina donde
termina. Tal vez a Kerouac se le estropease la cinta de la máquina de escribir
y lo dejase ahí. En ningún momento vemos en qué cambia Smith, quien es incapaz
de explicar en qué consiste su budismo, más allá de una crítica algo ingenua a
la sociedad de consumo y a expresar el deseo de que la juventud americana salga
con sus mochilas a los desiertos y los campos y deje las ciudades. La narración
es una sucesión de cosas que pasan, una detrás de otra y tienen el mismo peso
en ella el suicidio de una amiga que ir a comprar ropa de segunda mano en un
almacén del ejército en Oakland. Podría decirse que así es la vida, pero una
novela no es la vida. Hay momentos muy hermosos, incluso brillantes, a los que
Kerouac parece haber llegado por casualidad. Por ejemplo, el viaje con un
camionero, del que se hace amigo, hasta Ohio. Coincidió con que lo leí mientras
iba en autobús a ver un partido del equipo de mi hijo un sábado soleado de
octubre al mediodía y yo mismo parecía ir de viaje con el camionero y con
Smith. Por desgracia, no voy en autobús a ver un partido del equipo de mi hijo
todos los días.
Puede
compararse Los vagabundos del Dharma con otro libro que leí hace poco, Escúchanos,
Señor, desde el Cielo, tu morada, de Malcolm Lowry. Lo curioso es que este
último consiste en una serie de textos, ni siquiera relatos independientes, que
la última esposa de Lowry reunió y ordenó hasta darles la forma aproximada de
una novela y lo parecen más que la de Kerouac. Si vamos a eso, Bajo el
volcán también me parece mejor que En el camino. Ambos, Kerouac y
Lowry vienen de Miller y de Wolfe -del que Capote dijo que era una vomitona
violácea de palabras- y Miller y Wolfe parecen venir de Walt Withman y su canto
a sí mismo, pero no siempre los poetas de sí mismos escriben buenas novelas.
Los
vagabundos del Dharma no tuvo tanta fortuna crítica y comercial
como En el camino, pero lo que más le dolió a Kerouac fue que los
estudiosos del budismo a los que admiraba dijesen que sus reflexiones sobre
este eran ridículas e infantiles. Se me ocurre ahora que En el camino fue
su Gran Gatsby y él mismo un Scott Fitzgerald que bebía cerveza en lata
y vestía con tejanos en vez de traje. Eran escritores que daban testimonio de
una generación y aspiraban a ser su voz. A ambos los mató el alcohol. En el caso
de Kerouac, al romperse sus varices esofágicas.
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