Tiempos recios, Mario Vargas Llosa. Alfaguara, octubre de 2019.
Cuando murió Joyce, Cyril
Connolly dejó escrito que con él se iba el último mamut, refiriéndose así a un
escritor con toda su vida dedicada a levantar una obra monumental e inmortal.
Por entonces Vargas Llosa tenía cuatro años y Connolly no podía saber que había
un pequeño mamut allá en Arequipa. Antes de cumplir 35 años Vargas Llosa había
escrito La ciudad y los perros (1963),
La casa verde (1966) y Conversación en La Catedral (1969), así,
zas, uno, dos y tres. Si para desgracia de sus familiares y allegados hubiera
muerto entonces tendríamos a un Jimi Hendrix de la novela; como no lo hizo y
esperemos que viva aun muchos años ha pasado a ser un Eric Clapton o un Rolling
Stone. No se puede negar que sean muy buenos, pero quién espera que sorprendan
a estas alturas. Lo que esperamos es un poco más de lo mismo sin que ponga en
peligro todo lo anterior. Pues ese disco sería Tiempos recios.
Aunque la novela empieza hablando
de la operación orquestada por la CIA en favor de la United Fruit en Guatemala
en 1954, con una campaña de lo que ahora llamamos fake news y de toda la vida se han llamado mentiras, rápidamente pasa a lo que parece su verdadero origen:
mostrarse como un spin off de La fiesta del chivo (2000), tal vez uno
de los últimos fulgores del genio, impresionante novela sobre el Generalísimo
Trujillo y su reino de terror, en la que aparecía Johnny Abbes García, director
del SIM o Servicio de Inteligencia Militar dominicano, que reaparece aquí como
personaje importante por su participación, parece que conjetural, pero que
Vargas Llosa da por buena, en el asesinato del dictador guatemalteco Carlos
Castillo Armas, Cara de Hacha, por
orden de Trujillo, que antes le había brindado ayuda en su Revolución
Liberacionista contra el supuesto agente de Moscú General Jacobo Arbens.
Contrasta la introducción un tanto somera que habla sobre la operación de la
CIA con la aparición de Abbes, a partir de la cual Vargas Llosa coge el pulso
rápido con lo que mejor sabe hacer, narrar y presentar los personajes, como
Marta Barrera Parra –que fuera de la novela no se llama así- y a los dos
asesinos de Castillo Armas, el ya mencionado Abbes García y el Teniente Coronel
Trinidad Arias Oliva, situando a estos dos haciendo tiempo en un burdel antes
del magnicidio, adelantando y volviendo atrás la acción, incluso recupera algo
que Vargas Llosa introdujo con maestría en La
casa verde, los diálogos yuxtapuestos, que pueden darse entre los mismos
personajes en tiempos distintos o entre personajes distintos al mismo tiempo.
Muchos de esos saltos temporales y organización del material parecen
arbitrarios, pero si hemos aplaudido a Burroughs por tirar las cuartillas al aire
y ordenarlas según caigan, qué le vamos a decir a Vargas Llosa.
Sólo que no puedo evitar pensar
en lo que hubiera hecho el Vargas Llosa que escribió sus tres obras maestras
seguidas con este material. Cómo lo hubiera puesto del derecho y del revés, con
qué minuciosidad lo desmenuzaría y lo rearmaría en un artefacto que nos
explicaría las claves de la sangrienta Centroamérica de los años cincuenta, la
cantidad de personajes memorables que aparecerían. Aquí parece que todo esté
por encima, pespunteado, no destilado, como sí lo está en La casa de los encuentros, de Martin
Amis. Cualquier otro podría escribir esta novela, e incluso ganar –como ha
ganado- un premio, pero para aquel Vargas Llosa se queda corta. Incluso, sin
haber releído La fiesta del chivo,
puesta junto a aquella.
Ambas comparten una escena que
supongo que obsesiona a Vargas Llosa: el asesinato de Abbes García a manos de
los Tonton Macute del dictador
haitiano Duvalier. Si en La fiesta del
chivo era como mencionada y para tratar de dar un final justo al terrible
Abbes García, aquí está narrada desde su perspectiva y es espantosa: una
matanza a palos y machetazos que empieza con los perros y las gallinas, sigue
por las sirvientas y acaba por el mismo Abbes García, su esposa Zita y sus dos
hijas pequeñas. Y de nuevo vuelve la sensación de que esta novela es más un
capítulo o una coda de aquella novela de hace veinte años y nos hace añorar
aquellas tres novelas con las que se afilaba los colmillos un todavía joven
mamut.
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