la diosa negra

 


Después de un paseo matutino por Venecia en el que nos perdimos tres o cuatro veces fuimos a dar a una pequeña plaza, con su iglesia, su pozo, su tienda de souvenirs y su tour guiado, en la que había un mercadillo de antigüedades. Nos acercamos a mirar, yo con la esperanza de encontrar un retrato de Casanova, y al cabo del rato mi mujer compró, tras un breve intercambio con la señora que regentaba uno de los puestos, una pareja de perros o leones Fo de porcelana azul, un poco más claro que el azul de China, por treinta euros.

Nos pusimos de nuevo en marcha, rumbo a San Marcos, y compramos unos tramezzini para comer. Seguimos por la Riva degli Schiavoni hasta el Arsenal y nos sentamos en una terraza a tomarnos un spritz; dejamos las diversas bolsas y mochilas que llevábamos en las sillas libres. El tiempo era muy bueno, corría brisa y se veía San Giorgio Magiore al otro lado del agua. Nos levantamos y volvimos al hotel, que teníamos cerca de Rialto, por la parte de la Fondamenta del Vin. Queríamos tumbarnos un rato en la cama y luego ducharnos antes de bajar a cenar a la orilla del Gran Canal.

Me acababa de quitar los zapatos cuando mi mujer exclamó “¡Los perros! ¿Dónde están los perros?”. Los buscamos por toda la habitación, tanto dentro como fuera de las bolsas. Tratamos de recordar todos y cada uno de los lugares donde habíamos parado, lo que no era fácil, porque aunque recordábamos haber entrado en una heladería y en una tienda de cristal de Murano, no sabríamos decir en qué calle estaban o cómo llegar a ellas. Nada más difícil que repetir un itinerario en Venecia. He visto que en los portales de sus casas hay buzones, pero no he visto un solo cartero en toda la ciudad; si existen, son lo más parecido a aquellos personajes de Conrad que se adentraban en la selva. Venecia misma sería la selva y el Gran Canal el Río Congo. Nos perdimos no menos de tres veces en el intento de desandar el camino. Para cuando llegamos a la Riva degli Schiavioni ya había caído la noche y las estrellas brillaban sobre el Campanile.

Nadie había visto los perros, ni la bolsa, ni nada. Mi mujer tenía en los labios la curva que se le pone en los disgustos gordos, aunque a mí, la verdad, no me parecía para tanto. Volvimos a Rialto en vaporetto, apretados como sardinas. Los palacios a la orilla del Gran Canal o bien estaban iluminados, con las ventanas abiertas que dejaban ver grandes salones donde no había nadie, o estaban a oscuras y cerrados a cal y canto, como sepulcros. En todo este trayecto, de unos cuarenta minutos, mi mujer no dijo ni una palabra y seguía sin decir nada cuando, una vez duchados y cambiados, nos sentamos a cenar en la Fondamenta del Vin. No fue hasta que nos trajeron el segundo plato cuando me miró y me dijo “Tenemos que buscar los perros, ¡Tenemos que encontrarlos!”

A la mañana siguiente, cuando bajamos a desayunar, nos acercamos a la recepción y le preguntamos al recepcionista chino si había una oficina de objetos perdidos en Venecia. Fue algo complicado, porque nuestro italiano era precario, su español inexistente y no parecía que hablásemos el mismo inglés, pero acabamos por entender que la oficina de objetos perdidos estaba en un sótano de la Dogana, que estaba abierta de nueve de la mañana a dos de la tarde y que había que llamar antes para avisar que se iba, cosa que se ofreció a hacer él mismo.

Antes de las diez de la mañana ya estábamos en la puerta de la Dogana, junto a la que había un empleado que fumaba apoyado en la pared. Mi mujer empezó a explicarle a lo que habíamos venido y el nos abrió la puerta y nos invitó a entrar al tiempo que decía “Dai, dai”. En el vestíbulo nos recibió otra empleada, que era todo sonrisas y manos que se movían. Volvimos a decir quiénes éramos y a qué habíamos venido y nos pidió que la siguiéramos a través de unas cuántas salas iguales unas a otras, con delgadas ventanas moriscas por las que entraba el reflejo del sol en el agua, que temblaba en el techo. Llegamos a una escalera que bajaba en la penumbra, como si fuese la del Infierno. La empleada nos pidió que nos mantuviésemos cerca de la pared, pues la escalera no tenía pasamanos. Acabamos por fin en una sala enorme, que parecía la suma de todas las salas del piso superior. Cuatro grandes lámparas de araña de cristal de Murano apenas si la iluminaban. Colgaban del techo, altísimo y abovedado, sobre tres largas mesas dispuestas en forma de u, encima de las que había una montaña de todo tipo de objetos: cochecitos de bebé, candelabros hebreos, máscaras de moretta, patinetes eléctricos, capiteles dóricos, anillos con esmeraldas y amatistas, cámaras de fotos de un solo uso, audífonos, calentadores de cama, suspensorios, guantes de boxeo, piernas ortopédicas y álbumes de fotos.

Mi mujer y yo nos miramos un momento y nos pusimos a buscar cada uno por un lado; ella con método, yo de cualquier manera y sin mucha esperanza de encontrar lo que buscábamos. La empleada permaneció junto a la puerta mientras nos afanábamos en aquel vertedero. Su sonrisa se hacía más tenue conforme pasaba el tiempo y era el vago recuerdo de una sonrisa cuando el reloj llegó a las doce. Desapareció del todo cuando al apartar una cortina de terciopelo de encima de un montón de fruslerías no pude evitar estornudar cuatro veces seguidas. A partir de aquí ya no contamos con su simpatía. Cuando faltaba poco para la una, mi mujer y yo llegamos cada uno por su lado a la mesa central. Era imposible que pudiésemos echarle siquiera un vistazo en poco más de una hora, pero la determinación de mi mujer era inquebrantable. De pronto, al apartar unos cuántos legajos de cartas y un par de zapatillas friulanas aparecieron una caja de prótesis oculares en varios colores y una estatuilla negra de lo que parecía ser una mujer que danzaba. Tenía los brazos alzados con gracia por encima de la cabeza y crótalos en las manos, el cabello rizado peinado hacia arriba en un moño cuyas puntas volvían a caer; su perfil recordaba al de los frescos cretenses y sus ojos tenían restos del esmalte con el que le habían sido pintados. Desnuda de cintura para arriba, sus pechos impúdicos se ofrecían hacia delante; por debajo de la cintura, una falda acampanada, con incrustaciones de marfil y triángulos pintados de naranja y verde desvaídos, acaba en una base redonda y negra. La tomé en las manos. Parecía de madera, pero pesaba más de lo que me había esperado por su tamaño. Llamé a mi mujer.

― ¿Has encontrado los perros?

Le mostré la estatuilla.

―No, pero he encontrado esto.

Se acercó, le alargué la estatuilla y la cogió. La miró un buen rato.

― ¿Qué quieres que hagamos con ella?

―A mí me gusta.

―A mí también, pero no es nuestra.

―A estas horas no me cabe duda de que tus perros chinos están en algún recibidor de Mestre, o lo que es peor, sobre una tele en Albacete.

Puso su expresión de tienes razón, pero.

―Ya, pero esta mal: es como robar.

―No es robar, es encontrar. Tal y como yo lo veo hay algo en este lugar que hace que si encuentras algo en él te merezcas quedártelo; más si te pasas toda una mañana aquí para lograrlo. Llámalo karma.

Volvió a mirar la estatuilla, la alzó un momento y miró la base.

―Hay algo escrito aquí.

― ¿Sí? ¿Qué pone?

―Parece griego antiguo, creo que puedo leerlo… “Lo que me pidas te daré”

― ¿Es un ídolo votivo?

―Parece lo que Graves llama La Triple Diosa Mediterránea, aunque esta no es blanca, sino negra. También podría ser una bailarina cretense del periodo minoico, por las faldas acampanadas, los pechos desnudos y el peinado.

― ¿Te gusta o no?

Tardó unos momentos en contestar:

―Claro que me gusta. Está bien, nos la llevamos, aunque no acabe de parecerme del todo correcto.

―Lo discutiremos en alguna osteria que esté por aquí cerca: son casi las dos.

Le dijimos a la empleada que ya habíamos encontrado lo que buscábamos y que nos íbamos. Ni así pudo volver a sonreír. Me guardé la estatuilla en la mochila y salimos a la calle. Cruzábamos por el puente de la Academia para buscar algún sitio para comer en la otra orilla y mi mujer dijo:

―No se te ocurra pedirle nada, ¿Eh?

―Mujer, por quién me tomas.

¿Qué podría yo pedirle a la estatuilla en el caso de que en verdad funcionara? Pensaba eso ya en la cama, por la noche, mientras mi mujer dormía y la estatuilla reposaba sobre una cómoda que ya era vieja cuando Casanova se fugó de Los Plomos, bañada por la luz de la luna. Había leído lo suficiente y visto las suficientes películas sobre genios de la lámpara o pactos con el Demonio para saber que siempre que pedías algo acababas perjudicado. Si por ejemplo pedías vivir sin trabajar lo más probable no es que te hicieses millonario, sino que te quedases sin trabajo y nunca más volvieses a encontrarlo. Todos tus deseos pueden volverse en tu contra. También me intrigaba si se podían pedir deseos sin límite. “Lo que me pidas, te daré” parecía indicar que el famoso tope de tres deseos no se aplicaba aquí. Me quedé dormido dándole vueltas a todo esto, cosa tal vez ociosa, porque lo más probable es que la figurilla fuese nada más que una figurilla de madera.

A la mañana siguiente salimos del hotel para pasar el día fuera, en las islas de Murano, Burano y Torciello. Casi sin darme cuenta metí la estatuilla en la mochila y me la llevé. Después, en el vaporetto, como siempre hasta arriba de gente, me puse la mochila entre las piernas para que nadie la tocase. En Murano fuimos a ver un taller de vidriería tradicional, donde un hombre hacía caballitos de mar de vidrio soplando por un tubo. Después paseamos por la orilla del canal principal, lleno de tiendas de joyas, lámparas, animales y plantas de cristal. En algún momento tuve la sensación de que nos seguían, pero cuando me giraba de golpe no sorprendía a ningún perseguidor: sólo veía a señoras de mediana edad manosear collares y pulseras y a sus aburridos maridos cargar con las bolsas a las que iban a parar los collares y las pulseras. Mi mujer no se daba cuenta de mi contraespionaje porque también estaba ocupada en manosear collares y pulseras. Fuimos después a Torciello y Burano y empezaba a caer la noche cuando subimos al vaporetto para volver a Venecia. No me había separado de la mochila en ningún momento.

Nada más entrar de vuelta en nuestra habitación mi mujer se fue hacia la cama y pasó la mano por la colcha, la levantó, movió las almohadas; luego se acercó a la cómoda y al escritorio, miró el cuadro con un arlequín que colgaba junto al espejo. “Es como si estuviese todo distinto a como estaba ayer ¿No?”, dijo. “La chica que hace las habitaciones será otra”, contesté, pero se me erizaron los pelos de la nuca. Nos duchamos y salimos para cenar; mi mujer salía por la puerta cuando yo volví a coger la mochila con la estatuilla dentro y, sin saber por qué, entré de golpe en el cuarto de baño, como si esperase sorprender a alguien escondido en la ducha que acabábamos de usar. “¿Qué haces?”, preguntó mi mujer y le respondí que pensaba que me había dejado allí la pulsera que me había comprado en Murano, pero que la llevaba puesta.

Aquella noche soñé que me perseguían y me atrapaban en un callejón que moría en un canal. Justo cuando me atraparon me desperté y encendí la lamparita de la mesita de noche. Entonces los vi. Eran tres. Uno estaba sentado en la silla del escritorio, otro se apoyaba en la cómoda y el tercero estaba recostado en la puerta del lavabo. El que estaba sentado tenía una larga melena recogida en una cola y una barba como de icono bizantino. El que estaba al lado de la cómoda se peinaba hacia delante porque le empezaba a escasear el pelo y tenía perilla. El que se recostaba en la puerta del lavabo tenía la cabeza afeitada y la cara lampiña. Del cuello del de la melena colgaba un medallón en el que, blanco sobre fondo negro, se veía un círculo del que parecían salir cuernos a derecha e izquierda. El mismo círculo con cuernos se repetía en la corbata del de la perilla y en la camiseta del calvo recostado en la puerta del lavabo.

―Por favor, no grite―dijo el del collar.

No lo hice. La verdad es que me había quedado sin habla. La que sí estuvo a punto de hacerlo fue mi mujer, que se acababa de despertar, pero estuve rápido para taparle la boca. El del collar continuó:

―Tienen ustedes algo que nos pertenece.

Mi mujer, todavía con mi mano tapándole la boca, me echó su mirada de te lo dije.

― ¿El qué? ―contesté.

―Sólo voy a pedirle una cosa, signore: no insulte mi inteligencia. Sabe perfectamente lo que es; la encontró en el sótano de la Dogana el otro día. Si estamos siendo amables hasta ahora es porque sabemos que la Diosa sólo puede ser encontrada si es su voluntad y que aquel que la encuentra es de alguna manera digno de hacerlo. Me avergüenza decir que nosotros no fuimos capaces de encontrarla―los tres pusieron cara de pesar―La perdió en esta ciudad el hermano Arrigo, que ya no está entre nosotros, hace unos meses. Mi hermandad la ha custodiado durante milenios. Ha sobrevivido a la erupción de Santorini, a la Guerra de Troya, a la destrucción de Pompeya, a las invasiones bárbaras, a la Peste Negra, a la caída de Constantinopla, a las Inquisiciones de Toledo y Carcasona, al terremoto de Lisboa, a las Guerras Napoleónicas, a los arqueólogos del Museo Británico, a la incansable búsqueda de Himler y su escuadrón esotérico de las SS. Temíamos que no sobreviviese a la torpeza de uno de nuestros hermanos, pero ustedes la han encontrado y ahora van a devolvérnosla: les estamos muy agradecidos.

―Antes la ha llamado diosa ¿De qué diosa se trata?

―De La Triple…

―Diosa mediterránea, la Diosa Blanca de Graves―completó mi mujer.

Una breve sonrisa asomó entre la barba bizantina.

―Sí, el hermano Graves la custodió durante un tiempo en Mallorca.

―Pero esta es negra―dije. Mi mujer me pegó una patada por debajo de la sábana. El del medallón me miró con la mezcla de tristeza y repugnancia que se guarda para los enfermos que no tienen remedio.

―En efecto, es una diosa lunar y, como ni siquiera usted ignora, hay una fase de la Luna en la que no es visible, es negra, y se llama Luna Nueva. Para nosotros es la más poderosa de todas, pero ya está bien de explicaciones y de contestar preguntas y de cháchara ¿Dónde está la estatuilla?

Me levanté de la cama, fui a por mi mochila y saqué la estatuilla de ella. Los tres me miraban muy serios. Se la llevé al del collar, pero antes de dársela, miré la inscripción y le dije:

― ¿Lo que pone aquí es cierto?

Una amplia sonrisa se derramó por entre su barba bizantina. Intercambió miradas con los otros dos, que también sonreían. Sonreían tanto los tres que al final se les escaparon unas risitas.

―Por supuesto que sí. Miren, haremos una cosa: como ya les he dicho, les estamos agradecidos y como muestra de ese agradecimiento y para que vean que no somos unos salvajes y para ser justos, dejaremos que le pidan ustedes un deseo.

Se me secó la boca. Había llegado el momento de la verdad, el que había temido; el instante en el que había que sopesar muy bien las palabras, en el que cualquier error podía dar al traste con lo que se deseaba. Teníamos que meditar muy bien los dos lo que íbamos a pedir y cómo pedirlo, así que miré a mi mujer, pero antes de que pudiera siquiera abrir la boca para decirle todo esto, dijo:

―Quiero encontrar mis perros.

 

 


 

 

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