el pájaro que cantó una sola vez

 

En 1960, a los treinta y cuatro años, Nelle Harper Lee publicó un libro que la hizo famosa, le dio el Pulitzer, se adaptó con éxito al cine y acabó pesando como una losa para el resto de su carrera. Se trata de Matar un ruiseñor, al que ella llamaba El Pájaro.

Había nacido en Monroeville, una pequeña localidad sureña que por entonces contaba con unos mil quinientos habitantes, alejada tanto del río como del ferrocarril. Su padre era un abogado local hecho a sí mismo y su madre una belleza sureña de delicada salud. Era la pequeña de cuatro hermanos, aunque sus dos hermanas mayores ya estaban en la adolescencia cuando ella nació, así que su verdadero compañero de juegos sería su hermano, seis años mayor que ella.

Tenía otro compañero de juegos en la casa de al lado, un niño al que su madre dejaba a temporadas al cuidado de cuatro primas mayores, rubio y muy pequeño, con la voz chillona. Se llamaba Truman Strekfus Persons.

Con él se pasaba el día jugando y escribiendo con la vieja máquina de escribir de su padre. También iban juntos al colegio, donde Nelle ejercía de guardaespaldas de Truman. La madre de este se divorció y se volvió a casar con un cubano rico llamado José García Capote, que vivía en Nueva York, y se llevó a Truman con ella, aunque siguió mandándolo a Monroeville todos los veranos. Truman acabó por adoptar de manera legal el apellido de su padrastro.

Cuando llegó la hora de ir a la universidad, Harper Lee primero fue a la de Montgomery, la capital del estado. Allí no encaja: no lleva sombrero ni maquillaje, no le interesan los bailes ni los chicos, fuma como un carretero y dice palabrotas. Sólo le interesa leer y escribir. Publica dos relatos en la revista del college y en ambos se recoge el linchamiento de un afroamericano. Al año siguiente se muda al campus de la Universidad de Alabama, en Tuscaloosa, donde siguió dedicada sobre todo a leer y escribir, aunque empezó a estudiar Derecho para poder trabajar en el bufé de su padre. En 1948, gracias a un programa de intercambio con la Universidad de Oxford, pasa un tiempo en el Reino Unido y es a la vuelta de esa estancia cuando decide abandonar los estudios de Derecho para probar suerte como escritora. Le quedaban seis meses para graduarse.

A los veintitrés años se muda a Nueva York, decidida a triunfar en el mundo editorial. Como Truman estaba en Tánger y no podía ocuparse de ella le mandó a un conocido, Michael Brown, para que la ayudase a instalarse. Poco después ya tenía un empleo en la redacción de una revista, que abandonó a los seis meses para entrar a trabajar en una agencia de viajes. Se fue a vivir a un piso de alquiler en el Upper East Side, cerca del Río Este; en la orilla opuesta vivía su antiguo vecino de Monroeville. Cuando llevaba dos años viviendo en Nueva York, su madre y su hermano murieron con menos de dos semanas de diferencia y su padre, abrumado por la pena, vendió la casa familiar. Todo esto la deja devastada y además despierta el deseo de escribir sobre su infancia y todo aquel mundo que desaparece ante sus ojos, pero escribir nunca había sido fácil para ella.

Michael Brown le había presentado a un matrimonio de agentes literarios, Annie Laurie Williams y Maurice Crain. El 27 de noviembre de 1956, Harper Lee se presentó en la agencia y les dejó cinco relatos, que no han sobrevivido; a Crain le gustaron. Sin embargo, cuando volvieron a verse, le dijo que se dejase de relatos cortos, porque era más fácil vender una novela, y le sugirió que escribiese sobre su pequeña ciudad del Sur. Para que pudiera hacerlo con tranquilidad, Brown y su esposa le regalaron por Navidad un cheque que le iba a permitir estar un año sin trabajar. Nada más recibirlo, Harper Lee abandonó la agencia de viajes, a la que no volvería jamás.

Para finales de enero de 1957 tenía las primeras cincuenta páginas del borrador de una novela a la que había titulado Ve y pon un centinela, en la que una joven sureña, Jean Louise Finch, vuelve a su pequeña ciudad sureña para pasar las vacaciones y se encuentra a su padre, un abogado ya anciano llamado Atticus, y a todos sus vecinos blancos indignados por la orden federal de integración racial en las escuelas. Para finales de febrero tenía el manuscrito acabado y Crain empezó a moverlo por las editoriales.

Dos lo rechazaron y otra no contestó. Ella siguió escribiendo a muy buen ritmo. Recuperó un par de relatos breves y los incorporó a las ciento once páginas de una novela a la que llamaba El largo adiós, como la de Chandler, y que hablaba de la infancia de Jean Louis en Maycomb, que era el nombre de Monroeville en la ficción. Para junio había acabado el borrador y su agente lo envió a la editorial que por lo menos no había rechazado el primero. Aunque este les gustó más, le hicieron saber que no tenían intención de publicarlo, al menos tal y como estaba. Les interesaban las historias protagonizadas por los tres niños -Jean Louise, su hermano Jem y su vecino, Drill- y por el padre abogado y por eso una editora se reunió con Harper Lee y le sugirió que fusionase ambas novelas. Más adelante, le diría que se olvidase de la novela de la Jean Louise adulta y se centrase en la de la Jean Louise niña. Presentó un nuevo borrador en agosto y otro en octubre y, aunque no estaban todavía del todo satisfechos, le ofrecieron mil dólares por él, lo que a ella le pareció una fortuna. Aun pasarían dos años antes de que la editorial se diese por satisfecha. Ve y pon un centinela acabó transformada en Matar un ruiseñor, en parte debido a la imposibilidad de que una editora neoyorkina aceptase que alguien pudiese a la vez apoyar la segregación racial y ser un hombre justo, o lo que es lo mismo, no entender que la mayor parte de la población blanca del Sur podía oponerse a la integración racial en las escuelas sin tener que aprobar por eso los actos del Klan. Para los editores del Norte el Sur estaba muy bien siempre que no se saliese de sus parámetros góticos, que había definido Faulkner. En el Sur de Harper Lee no había culpa y sus habitantes no necesitaban ser redimidos, y menos por los yankis. En noviembre de 1959 el libro ya esperaba para ser publicado.

Justo en noviembre de 1959 los cuatro miembros de una rica familia de granjeros de un pequeño pueblo de Kansas fueron asesinados. Truman Capote, desesperado por conseguir dinero con el que poder pagar el desfalco cometido por su padrastro y salvarlo así de la cárcel y a su madre de la ruina, vio la noticia en un periódico y se le ocurrió que podía ser un buen tema para un reportaje, que le propuso al New Yorker. Cuando le dieron luz verde, les dijo que necesitaba una investigadora adjunta y que sería su amiga de la infancia, Harper Lee, para la que consiguió un sueldo de novecientos dólares.

Se han hecho por lo menos dos películas sobre esto y se han escrito varios libros y artículos. Siempre se dice que Capote se llevó a Nelle como a una especie de Doctor Watson, para mediar con los lugareños, porque ella no había perdido el contacto con Monroeville y seguía dominando los códigos que regían una ciudad pequeña. En parte, esto es cierto, pero también está lo que cuenta Casey Hep en Horas cruentas, publicada por Libros del KO: Lee era una observadora extraordinaria y muy meticulosa, en sus notas estaba hasta el largo de los calcetines que usaba la gente, recordaba lo que había dicho todo el mundo y cuándo y todo eso se lo regaló a su amigo, quien por otro lado siempre presumía de ser una grabadora humana y eso hace que pensemos en cómo ambos escribían juntos cuando eran pequeños y que Capote afirma en el prólogo de Música para camaleones que cuando era un niño era básicamente un cotilla y que en Monroeville había aprendido una manera de ver y de oír, exactamente la misma que la de su vecina Nelle Harper Lee.

También se ha escrito mucho de un distanciamiento que empezaría cuando Matar un ruiseñor ganó el Pulitzer y que se agrandó cuando al aparecer la versión en libro de A sangre fría, Lee no recibió ningún crédito como investigadora adjunta y su nombre constaba sólo en la dedicatoria, junto al de la pareja de Truman. Pero si Harper Lee se molestó con quien llamaba mi hermano de otra madre fue sobre todo por motivos artísticos. Le parecía que A sangre fría había sido una oportunidad perdida, que Truman había sucumbido a la literatura y había traicionado el empeño original de escribir una novela de no ficción. Estaba, por ejemplo, aquella escena del cementerio en la que, una vez ahorcados los asesinos, el agente Dewey visita la tumba de los Clutter y se encuentra con una amiga de la hija; no sucedió jamás y Truman la había puesto ahí sólo para que el libro acabase con algo de consuelo, en cierta forma clásico. Al año siguiente de la aparición de A sangre fría, Harper Lee dio su última entrevista. Era 1967.

Matar un ruiseñor había aparecido en 1960. En esos siete años, Lee no había publicado ni escrito nada más. Atribuía su bloqueo a la presión de la agencia tributaria, después de que su libro se hubiera transformado en un éxito de ventas y su adaptación cinematográfica en un éxito de taquilla. Hasta la segunda mitad de los setenta no hubo una historia que le apeteciera contar, en parte porque además con ella iba a poderle dar una lección a Truman, que aún se llenaba la boca con ser el padre de la no ficción. Se trataba de un suceso en Alexander City, otra pequeña ciudad del Sur, a unos doscientos cincuenta kilómetros de Monroeville; en el entierro de una chica afroamericana de dieciséis años un hombre mató a tiros al reverendo Willie Maxwell delante de trescientos testigos. Lee no dudó en ir al juicio como espectadora, porque había una historia insólita detrás de todo eso: en los siete años anteriores a su asesinato el reverendo había sido sospechoso de la muerte en extrañas circunstancias de seis personas de su entorno, para las que antes había contratado un seguro de vida de los que él era el principal beneficiario. Las muertes llegaron a considerarse incluso sobrenaturales, pues se atribuían al dominio que el reverendo tenía sobre el vudú. Pero tal vez lo más extraño de todo era que el abogado defensor del hombre que asesinó al reverendo era el mismo que había defendido al reverendo cuando había sido juzgado por sus supuestos crímenes. Se trataba de Tom Radney, que además de abogado era un político demócrata prototípico del Sur.

Durante años Harper Lee estuvo yendo a Alexander City para alojarse en el motel Horseshoe Bend y entrevistar a los protagonistas del caso, charlar con los lugareños, repasar los archivos policiales y visitar a Tom Radney, pero el libro nunca vio la luz. Ni siquiera lo terminó. Se dio cuenta de que si uno quería escribir una novela y no un reportaje sobre algo las leyes de la ficción se acababan imponiendo, que eran imposibles las novelas de no ficción, que si Truman insistía con ello era por la publicidad que le daba, cosa que la estricta y concienzuda Harper Lee no podía hacer. Al descubrir eso volvió a escoger el silencio. Todo el mundo pensaba que eso sería hasta su muerte, pero poco antes de morir dio una sorpresa. Aprobó que se publicara la primera novela que había escrito, Ve y pon un centinela, que se presentó como una secuela de Matar un ruiseñor. Nunca se ha aclarado de cuál de los borradores se trataba y de si se habían reescrito o no y por quién. Lo más probable es que el borrador de partida sea uno de aquellos en los que Lee trataba de combinar ambas novelas.

La versión definitiva de Ve y pon un centinela bascula entre el presente de la novela, que son las vacaciones en Maycomb de la Jean Louis adulta, y los flashbacks en los que se recuerda su infancia. Estoy convencido de que todo Matar un ruiseñor es uno de estos flashbacks, extendido. En la novela original tendría la función de contraponer al recto y heroico Atticus de la Jean Louise niña con el racista segregacionista que descubre la Jean Louise adulta ¿Cómo? Nada menos que defendiendo a un afroamericano de una acusación injusta en contra de la opinión de todo el pueblo. Pero por sí solo esto no daría para toda una novela, así que Harper Lee tuvo que espesar la trama y añadir más elementos. Uno de ellos sirvió para inscribir la novela bajo la etiqueta Gótico Sureño: Bo Radley y su vieja casa decrépita. Hasta donde yo sé nadie ha señalado la llamativa ausencia de Radley y su casa en Ve y pon un centinela, tal vez porque es tan evidente como la de la carta robada en el cuento de Poe. La Jean Louise adulta pasea por Maycomb y comenta que tal o cual casa ha desaparecido, o que un cine se ha convertido en una heladería, pero de la casa casi abandonada que obsesionaba a ella, su hermano y su vecino cuando eran niños no dice ni una palabra. Esto es porque tanto la casa como su dueño fueron añadidos después de haber acabado de escribir el borrador de Ve y pon un centinela y no sirven sólo para espesar la trama; de hecho, acaban siendo el verdadero centro de la novela. Matar un ruiseñor no va de un abogado blanco que defiende a un hombre negro de una acusación injusta, o no sólo de eso: sobre todo va de que no debemos dejarnos llevar y engañar por nuestros prejuicios, incluso si eres un editor neoyorkino y lees una novela de una joven de escritora de Alabama y te parece que en realidad no tiene ni idea de cómo es el Sur. La casa de Bo Radley, además, se parece mucho al hotel abandonado en los pantanos de Otras voces, otros ámbitos, de Capote, y nos da su mismo mensaje: no se puede huir de uno mismo, porque no hay a dónde ir.

Ve y pon un centinela tiene mucho menos del persistente encanto de Matar un ruiseñor y no tiene su hondura, ese acierto con la tecla para despertar al niño que fuimos, pero no es para nada una primera novela desdeñable y ya muestra lo que Nelle Harper Lee sabía hacer mejor: mirar y escuchar con atención. Podría decirse que su editora acertó, pero por los motivos equivocados. Harper Lee murió con casi noventa años, siempre silenciosa y esquiva, demasiado exigente para ir publicando libros por publicarlos, abrumada por el éxito de su primera obra, una rareza sencilla y perdurable. Un pájaro que cantó una sola vez.

 


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