pajaritos

 


  Sería domingo, o sería verano, pero el caso es que estábamos todos en la calle, aunque por entonces aquello no era una calle, sino un descampado que estaba por detrás de los bloques y de tres o cuatro casitas bajas que resistían frente a ellos. Después pondrían media docena de bancos, asfaltarían la parte que daba a las fábricas y le pondrían un nombre, pero de momento era nuestro campo de juegos, el sitio donde por San Juan llevábamos todos los muebles y trastos que nos daban los vecinos y hacíamos una hoguera que casi era más alta que los árboles y la urbana no decía ni mu, aunque ni la urbana ni la nacional eran de venir mucho por el barrio.

  Los chicos jugábamos al fútbol, pero como sin ganas, y las chicas a que tenían una parada en el mercado. El Manolito estaba con ellas porque era más pequeño que nosotros y un negado para el fútbol y si no fuera por todos los tebeos que tenía ni venir con nosotros le hubiésemos dejado. De repente estaban todas con Manolito super nerviosas debajo de un árbol y nosotros paramos el partido para acercarnos y ver qué pasaba, porque habían hecho corro y todo. En el centro estaba la Vanesa, con aquellas gafas que llevaba, que parecía maestra. Acunaba algo entre las manos. Al acercarnos vimos que era un pajarillo.

¿De dónde ha salido? preguntó el Moi.

Se habrá caído de un árbol contestó Vanesa.

Tiene un ala rota.

¿Cómo lo sabes?

A ver, eso se nota.

Habrá que llevarlo al ambulatorio dijo Manolito.

¿Al ambulatorio de qué, subnormal, que es un pájaro?

Lo mismo será enyesar un ala que enyesar un brazo.

Sí, claro, lo mismo va a ser.

El pajarillo empezó a abrir el pico, desesperado. Vanesa concluyó

Tiene sed.

Habrá que llevarlo a la fuente.

Si le abres de golpe el grifo le cae toda el agua encima y seguro que se ahoga.

Que ponga la Rosalía la mano así dijo Vanesa y cuando la tenga llena de agua yo lo acerco.

  Echamos a andar hacia la fuente, como una procesión o un cortejo, con Vanesa en el centro, que llevaba el pajarillo como una ofrenda. Casi a mitad de camino pasamos por delante de una de las casitas bajas. Un hombre estaba sentado en una silla de playa frente a la puerta. Llevaba un sombrero de paja y una cadena de oro se balanceaba sobre el cuello de su camiseta imperio. Tenía pegada a la oreja la radio de pilas, como aquellas que usaban nuestros abuelos para seguir El Carrusel Deportivo; él escuchaba flamenco. Por detrás de él, en jaulas enganchadas a las rejas de las ventanas, canarios y jilgueros piaban como locos. Se nos quedó mirando, separó la radio de la oreja y dijo

¿Qué lleváis ahí?

Nos acercamos y Vanesa se lo mostró

Un pajarito que se ha caído del árbol. Me parece que tiene el ala rota.

El hombre se levantó de la silla de playa y quedó de pie frente a nosotros, como si fuese el dios al que íbamos a hacer la ofrenda. Pasó un dedo por la cabeza del pajarillo y dijo

Dámelo, que yo sé lo que hacer con él.

Vanesa se lo dio, él se giró y se metió por la puerta de la casa, que tenía una cortina de tiras para las moscas, como las que había entonces en las puertas de algunas tiendas y de los bares. Nos quedamos allí plantados bajo el sol. En la radio empezó a sonar una jota. Los canarios y jilgueros seguían cantando como locos. Ninguno de nosotros, ni siquiera Manolito, se movía ni apartaba la mirada de la puerta. Se hacía tarde, era casi la hora de comer y ninguno quería llegar tarde para cuando nuestra madre hubiera puesto la mesa, porque entonces te pegaban unas buenas collejas y no se moría nadie, los padres tenían bula para eso y las madres, además, usaban la zapatilla. La cortina se movió de pronto y de entre sus tiras salió un gato rayado, orondo, de mirada malvada. Ronroneaba. El señor en camiseta salió justo detrás. En la radio arrancó una copla que hablaba de una desgraciaíta gitana. Vanesa, con sus gafas como de maestra, se adelantó y le dijo:

¿Dónde está el pajarito, señor?

Él la miró primero a ella como sin verla y luego nos miró a todos nosotros, que chorreábamos de sudor a pleno sol de aquel mediodía de verano.

¿Dónde está el pajarito, señor? repitió Vanesa.

Él no le contestó; empezó a reírse, una risa que parecía venirle desde las entrañas, una risa que acabó por llenar toda la calle.




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