la diabólica manía de escribir
Josep Pla dijo una vez que tenía la diabólica manía de escribir. Es
comprensible, si tenemos en cuenta que su obra completa consta aproximadamente
de treinta y cinco mil páginas. Dedicó a ella toda su vida. Todo lo que vio,
oyó, olió o comió acabó encontrando su lugar en ella y lo hizo gracias a una
prosa clara, tersa y luminosa que se convirtió en un modelo de prosa moderna en
catalán plausible –adjetivo que le gustaba mucho.
Pla es el primero de cuatro hermanos nacidos en el seno de una familia de
pequeños propietarios rurales de Palafrugell, con masía en Llofriu. Cursa el
bachillerato en Girona y al acabarlo va a Barcelona para estudiar en la
universidad. Empieza a estudiar medicina, pero abandona a mitad de curso y se
pasa a estudiar derecho, con la vaga idea de opositar a notarías al
licenciarse. Es como estudiante curioso, solitario y desocupado que se acerca
al Ateneu Barcelonés y descubre su biblioteca y sus tertulias, que le permiten
relacionarse con escritores e intelectuales mayores que él, cosa que influirá
para siempre en su carrera literaria.
Se licencia, pero no ejerce la abogacía ni prepara las oposiciones a
notaría. Empieza a trabajar como periodista, primero en Las Noticias y después en la edición nocturna de La Publicitat. Son años de plomo en
Barcelona y Pla nunca olvidará aquellos muertos tirados en plena calle que
aparecían a uno y otro lado el Paralelo. En su entrevista televisiva con Soler
Serrano, siendo ya anciano, todavía recordaba cómo había ido a cubrir la
noticia de un hombre muerto a tiros en la Calle de la Cadena.
A partir de 1920 empieza a trabajar como corresponsal, primero en Madrid
y después en el extranjero. Viajará así por Francia, Alemania, Portugal e
Italia. Precisamente en Italia le pilla la Marcha sobre Roma y la cubre en
directo. En 1924 escribe un artículo crítico con la política militar en el
Protectorado Español de Marruecos y se le abre un proceso militar que le impide
volver a España durante unos cuántos años. Establece su residencia en París y
sigue viajando por Europa, llegando incluso a visitar la Unión Soviética.
En 1925 publica su primer libro, Coses
vistes. Toda la obra de Pla podría llamarse así. Esa será la clave de su
obra, que escribe y reescribe durante más de cincuenta años. Pla se presentará
siempre como un mirón, un curioso, un bobo de ventanilla que prefiere viajar en
tren, en autobús o en barco no sólo porque sea más barato, sino porque se tarda
más y es posible ver más cosas, hablar con más gente y también leer y escribir.
En 1927 puede volver a España y pasa a trabajar en La veu de Catalunya, periódico de La Lliga, e inicia su relación
con Cambó, que lo enviará a Madrid como corresponsal cuando se proclame la
Segunda República. Allí estará entre 1931 y 1936, meses antes de empezar la
guerra, como cronista parlamentario. Vuelve a Barcelona porque al parecer
estaba amenazado de muerte. En Barcelona, ya con la guerra en marcha, tampoco
se siente seguro y se embarca rumbo a Marsella, junto a su pareja, Adi Enberg.
Allí se desarrolla el episodio más turbio de su biografía. Adi trabaja para el
Servicio de Información de la Frontera Nordeste de España, SIFNE, una
organización de espionaje franquista financiada por Cambó y con la que parece
que Pla también colaboró.
Pla vuelve a Barcelona con las tropas del bando nacional y llega a
encargarse de la dirección de La Vanguardia, en la que no dura más de seis
meses. Es entonces cuando empieza su retiro en el Mas Pla de Llofriu, que
durará el resto de su vida. Empieza así la construcción de sus dos obras más
importantes. Por un lado, su obra, que incluye además la creación de una
herramienta que puede servir para salvar toda una cultura, su prosa; por otro,
el personaje del pagés socarrón, huraño y desaliñado que hace olvidar al joven
corresponsal dandy y cosmopolita que Pla fue una vez. A partir de 1950 se pone
a preparar sus Obras Completas, lo
que supone una reescritura total de su obra y la construcción de su estilo, en
apariencia sencillo, de una plasticidad extraordinaria, que se basa en la
obsesión por el adjetivo, la clave que sostiene toda la fábrica de su prosa.
Fumo mucho, dirá una vez, porque espero fumando el adjetivo preciso.
Si quiere verse el enorme trabajo de destilación y pulido que supone su
prosa basta tomar por un lado su célebre Quadern
gris y compararlo con el diario sin retocar encontrado hace unos años y
publicado como La vida lenta. La
diferencia entre ambos es sutil, pero brutal, que diría Capote, o lo que es lo
mismo: el arte verdadero. Si tomamos La
vida lenta como el kilómetro cero de su prosa, es decir, la directa y no
elaborada, notas apenas tomadas para ser usadas luego, la supuesta simplicidad
de estilo se nos desmonta: pocas cosas más meditadas, pulidas y refinadas que
la prosa de El quadern gris, un
artificio tan perfecto que parece tan natural como respirar.
Es en La vida lenta, una
sucesión de cuadernos de notas y dietarios de finales de los cincuenta, donde
Pla se describe en la soledad de su masía. Viejo. Aburrido. A veces bebe
demasiado. Por Reyes le regala unas medias de seda a la chica que le viene a
limpiar la casa. Algún fin de semana se va de putas a Figueras. Si hace frío ni
siquiera sale de la cama. Lleva un traje oscuro, manchado y abotonado de
cualquier manera. Lleva su inseparable boina. Lleva un cigarrillo liado a mano
colgado de los labios, porque está pensando en el adjetivo preciso. Escribe.
Escribe siempre, en cualquier circunstancia. Aislado y marginado de los
círculos culturales de Barcelona, que no le perdonaron su colaboración con
Franco, muy parecida a la de muchos de ellos, viaja por el mundo gracias a Destino, revista para la que escribe
reportajes y artículos. Se le niega el Premi d’ Honor de les Lletres Catalanes.
Individualista feroz, no firma manifiestos ni se encierra en conventos. Sólo
escribe. Sin parar.
Abandona Destino cuando el
nuevo dueño, Jordi Pujol, le censura un artículo sobre la Revolución de los
Claveles. La Generalitat restituida y presidida por Tarradellas le da una
medalla. Todo eso no le importa. No son más que accidentes. Lo que importa es
que ya de noche, metido en la cama, liará un cigarrillo y fumará esperando el
adjetivo. Seguirá un día más con la diabólica manía de escribir.
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