la furia de georgia

 

En Genios, un mosaico de mentes creativas; Harold Bloom incluye a pocas mujeres, pero una de ellas es Flannery O’Connor. Puesto que parece que para Bloom es muy importante la religión de un escritor para valorarlo, cosa que para un europeo es difícil de comprender, insiste en decirnos que O’Connor era católica y que su catolicismo permea su obra. Me es difícil suscribir o refutar eso, pero puedo imaginarme a la perfección a Flannery O’Connor llevando una antorcha en un prógromo o tejiendo una bufanda a los pies de la guillotina.

Nacida en Savannah, Georgia, fue aceptada en el Máster de Creación Literaria de la Universidad de Iowa después de graduarse en estudios sociales, a los veintiún años. El borrador de su primera novela fue premiado y también se le concedió una beca para que la acabase en Yaddo, una colonia de escritores por la que habían pasado Carson McCullers y Truman Capote, y en la que coincidió por un breve período con Patricia Highsmith, con la que no se entendió, y donde se hizo amiga del poeta Robert Lowell, que al parecer se empeñó en que uno de los profesores era un espía soviético y se acabó formando un escándalo que hizo que O’Connor se fuese de allí y se instalara en Nueva York con una pareja, los Fitzgerald, que le dio alojamiento mientras terminaba su novela. En 1951, a los veinticinco años, se le diagnostica lupus, una enfermedad autoinmune que también había sufrido su padre, muerto en 1941. Entonces, volverá a Georgia y se irá a vivir a una granja con su madre.

En los siguientes catorce años, hasta su muerte, Flannery O’Connor escribirá su obra, dos novelas y treinta y dos relatos, cuya ferocidad y furia harán que queden como un hito en la literatura norteamericana de su tiempo. Siendo una más de los sobrinos de Faulkner, esos muchachos y muchachas nacidos en el Sur en los años veinte, entre los que también estarían Tennessee Williams, Carson McCullers, Truman Capote o Harper Lee. De todos ellos, sólo O’Connor se atrevió alguna vez a ir a la plantación del tío William, agarrarlo por las solapas y zarandearlo. La barbaridad y el espanto de Un hombre bueno es difícil de encontrar dejan Santuario como una película de Disney. Cuando tu mula se atasca en el camino, dijo una vez, y pasa la Dixie Limited (Faulkner), más te vale que salgas corriendo. Siempre que no seas La Furia de Georgia, añadiría yo.

Se habla de la O’Connor como escritora católica, como Chesterton o Graham Greene, pero la verdad es que más que los dilemas de fe que puedan darse en Nuestro hombre en La Habana o El cónsul honorario o la bonhomía del Padre Brown, lo que advertimos en los relatos de O’Connor es el júbilo por el castigo a los pecadores, incluso un pobre niño al que le parece divertido bautizarse en un río, la inmisericorde descripción de todos los seres que ofenden al Señor, sin que se advierta en ningún momento la compasión. La mujer con gafas de secretaria, que cría pavos reales y usa muletas para caminar se transforma en un San Miguel Arcángel que le pisa el cuello a Satanás para mayor gloria de Dios. Pero lo más curioso, la verdadera piedra de toque de su genio, es que su arte trasciende su cerril enfoque: es universal y perdurable a pesar de él.

No he leído las novelas, pero cualquiera que lea sus Cuentos completos se da cuenta de que está ante algo poco habitual e incluso irrepetible. La intensidad de su atmósfera, la gozosa crueldad de sus tramas, son muy difíciles de manejar más allá de lo grotesco si no tienes el extraordinario talento de Flannery O’Connor, su indiscutible dominio del oficio. Es el arte de la escritora lo que hace que vivan y respiren más allá del panfleto o el sermón incendiario. Murió antes de cumplir los cuarenta años, en la granja de su madre, en la que había estado recluida esos últimos catorce años de su vida, salvo un viaje a Lourdes para ver si se producía un milagro en el que no creía, puesto que ninguno de los tratamientos que había hecho había podido parar la enfermedad, que al final la venció, puesto el cuerpo a luchar contra sí mismo, deshaciendo las articulaciones, el corazón y los riñones. Es tras leer estos relatos, inquietantes, aterradores, que puedes decir que al fin y al cabo Harold Bloom tenía razón.



Comentarios

Entradas populares