sweet virginia woolf

 


La primera vez que traté de leer a Virginia Woolf tendría unos quince años y el libro fue Las olas, o tal vez El faro. Por supuesto salí corriendo. Más adelante sabría de ella por esas fotos de juventud en la que parece una modelo de pintor prerrafaelita, como lo fue su madre, y por un comentario que le hace Capote a Laurence Grobel en su famoso libro-entrevista: los extraños ritmos de la prosa de Virginia Woolf, que son como remolinos, lo que me hizo recordar que murió ahogada al meterse en un río con los bolsillos del abrigo llenos de piedras. Hasta pasados los treinta no volvía a leer a la Woolf, La señora Dalloway, y a partir de ahí la quise para siempre.

En las primeras páginas de su famoso Una habitación propia sucede algo que me dejó tan escandalizado como si su autora contase que alguien la había abofeteado: durante una visita a Oxford se le niega la entrada a la biblioteca de un college por ser mujer. El libro es de 1932. Desde 1905 Virginia Woolf se dedicaba de manera profesional a la escritura y a la cultura, incluso dirigía una editorial que había fundado junto a su marido y desde 1925 estaba considerada como una de las renovadoras de la novela moderna. Pues nada de eso contaba para nada frente al hecho de ser mujer.

Tanto en ese libro como en Tres guineas Woolf defenderá que para las mujeres puedan escribir necesitan una habitación propia y una renta anual de 500 libras, algo que se suele mencionar menos. Es decir, espacio y tiempo, que la escritura no sea una actividad a ratos perdidos, entre hacer la compra y fregar la cocina. Deja fuera, sin embargo, una actividad a la que las mujeres se incorporarán cada vez más en los próximos años, sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial: el trabajo fuera del hogar. Tal vez se debiese a que a ella no le hacía falta trabajar fuera de casa; venía de una familia de clase media-alta de la época victoriana.

Nacida en 1888, en plena era victoriana, su padre era sir y su madre una belleza de la época que posó para Edward Burne-Jones, entre otros. Cuando se casaron, ambos eran viudos y tenían hijos de sus anteriores matrimonios; el padre aportaba una hija y la madre, dos hijos y una hija. Juntos tuvieron otros cuatro hijos, entre los que se incluía Virginia. Vivían en Hyde Park Gate, en Kengsington, casa por la que pasaba lo más granado de la cultura victoriana. Ni Virginia ni sus hermanas fueron al colegio, aunque sus hermanos sí que recibieron educación formal. A eso aludirá en Tres guineas, que son el dinero que toda familia está dispuesta a ahorrar para darle educación a un varón, aun a costa de que las hijas lleven ropa remendada o tengan que ahorrar en velas. A los trece años se quedó huérfana de madre. Es entonces cuando aparece su primera crisis nerviosa. Tuvo otra cuando murió su padre, en 1905. Se ha especulado mucho sobre si sufría un trastorno bipolar y también con que pudiese haber sufrido abusos sexuales por parte de sus hermanastros. Tras la muerte del padre, la familia vende la casa y se traslada a Gordon Square, Bloomsbury, donde conoce a los miembros de lo que después se llamará El Círculo de Bloomsbury: E.M. Forster, J.M. Keynes, Bertrand Russell, Ludwig Wittgenstein, Lytton Strachey, Clive Bell, Ruper Brooke, Duncan Grant y el que sería su marido, Leonard Woolf.

En 1905 también empieza a colaborar en el Times Literary Supplement, escribiendo reseñas y críticas. Esos textos se recogerían en dos libros, El lector común, uno y dos, que aquí ha traducido Lumen. Nos muestran a una Virginia sagaz y amable, con un delicado toque de humor. En 1915 publica una primera novela, en 1917 funda junto a su marido la editorial Hogart Press y en 1925 publica La señora Dalloway, que nos muestra ya a la Virginia Woolf que todos conocemos. Se ha ido alejando de la trama para recrear escenas, momentos y pensamientos: sus temas aparecen un instante como peces que saliesen un momento a la superficie de un estanque o como la luz que tiembla sobre ellos. Hay algo puntillista y delicado y muy sutil. Recuerdo que la señora Dalloway toma un autobús y pasa por Tottenham Court Road, que es la calle por la que merodea el Bardamú de Céline en El puente de Londres. No creo que Céline viviera en Bloomsbury durante el tiempo que permaneció en Londres durante la Primera Guerra Mundial, como personal de la Embajada Francesa, pero me gusta imaginar que coincidiesen en una tienda o en algún salón de té, sin saber nada el uno del otro. La diferencia entre Céline y Woolf es de volumen y de gusto, pero ambos son impresionistas, trabajan con “lo que ocurre” frente al lector y se recrean en las escenas, pero una lo hace con un pincel fino y el otro lo hace a brochazos. Virginia es siempre una señora bien educada y Louis-Ferdinand un doctor que se transforma en un clochard que habla a gritos y escupitajos. Es entre 1925 y 1941 cuando Virginia Woolf nos entrega una obra que la coloca entre los renovadores de la novela moderna: a La señora Dalloway la siguen Al faro, Orlando, Las olas, Los años y la póstuma Entre actos. También es una fina ensayista y biógrafa. Como hemos dicho, en 1932 escribe Una habitación propia, ensayo que el feminismo recuperará en la década de los setenta y que sigue siendo uno de sus textos más citados.

El mundo aún no se había recuperado del shock de la Gran Guerra y ya empezaba a oscurecerse de nuevo, con la crisis económica y el ascenso de los totalitarismos. Llegó de nuevo la guerra y llegó el Blitz. El 28 de marzo de 1941, Virginia Woolf cogió su abrigo, llenó sus bolsillos de piedras y se arrojó al río Ouse, que pasaba cerca de su casa. Se hundió en el agua dejando pequeños remolinos, como los extraños ritmos de su prosa, en palabras de Capote. No encontraron su cuerpo hasta el 18 de abril.




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