el lector de chèjov
El piso era impersonal; tal vez por
eso me resultaba familiar: era como muchos otros pisos en los que había vivido.
Estaba ya amueblado. Los muebles eran anodinos, no llamaban la atención. Lo
único que los diferenciaba de los muebles de los pisos en los que ya había
vivido era el color de la madera. Si alguien se dedicase a estudiar eso podría
dividir la Historia de los pisos amueblados en El Período del Wengué, El
Período del Roble o El Período del Cerezo. Costaba encontrar algo personal,
algún rastro del inquilino anterior. Lo único que se había dejado era un
diccionario ruso-español/español-ruso.
Lo encontré un día en un cajón del
mueble del comedor al ir a guardar unas servilletas que había comprado en el
chino de la esquina, porque me apetecía ir haciendo mío el piso y aún no me
había dado tiempo a comprar plantas. Me hizo gracia pensar que me habían dicho
muchas veces que tengo aspecto de ruso: ojos claros cara ancha, con pómulos que
tienen algo de tártaro, aunque no tengo los ojos rasgados. Por si fuera poco,
me llamo Boris, un capricho de mi madre, tal vez para no tener que llamarme
Juan Carlos o José Antonio. Durante un tiempo leí el diccionario antes de
dormirme, bien abrigado en la cama, como si detrás de las ventanas estuviera la
estepa siberiana. Aprendí que margarita se dice tsvetok romashka,
cuchara, lozhka, caballo, loshad’, anhelo, YA
dolgo. Acabaron por entrarme ganas de releer a Tolstoi o de leer de una vez
por todas a Chéjov, del que tanto había oído hablar.
Me había instalado en el piso a
principios de otoño, al cambiar de trabajo; apenas dos paradas de bus separaban
el piso de la oficina y además podía trabajar desde casa si me apetecía. Esa es
la suerte de los analistas de datos. Compré, por fin, plantas, e incluso una
lámina que era la reproducción de Los cuadrados con círculos concéntricos,
de Vasily Kandinsky. Me encontré, de pronto, con mucho tiempo libre y como mis
amigos estaban lejos, había llegado el invierno y estaba muy a gusto en mi
casa, no hacía más que leer a Chéjov, cambiar los muebles de sitio y trazar el
perfil del anterior inquilino.
Estaba convencido de que se trataba
de un hombre que se pasaba el día fuera de casa; tal vez viajase mucho. Era
práctico y quizá por eso no compraba ningún souvenir en los sitios que
visitaba, o a lo mejor era un sentimental y se los había llevado todos consigo.
Sin duda era meticuloso y considerado, si había que hacer caso a cómo había
dejado la nevera. Muchas veces, cuando ya llevaba una hora garabateando todo
esto en mi block de notas, me entraba la risa y me burlaba de mis dotes de
Sherlock Holmes.
Un día, al mover la cómoda de la
habitación cayeron unas cuartillas al suelo. Habían estado atrapadas en el
hueco que quedaba entre la cómoda y la pared. Me agaché a recogerlas y les eché
un vistazo. Estaban escritas en clave. Una de mis pasiones es la criptografía,
así que de verdad me emocioné con el descubrimiento ¿Serían del anterior
inquilino o llevarían allí mucho más tiempo? Era difícil saberlo. Me senté con
ellas en la mesa de la cocina y traté de descifrarlas. Empecé con los métodos
más sencillos, con los más frecuentes. Combiné claves numéricas y
alfanuméricas. Traté de identificar cuál era el signo más frecuente. Acabé por
darme cuenta de que eran las dos de la mañana, no había cenado y no había
avanzado nada con las cuartillas, así que me comí un yogur y me fui a acostar.
Pasé las semanas siguientes dándole
vueltas al texto. Incluso me descargué programas avanzados de criptografía, sin
resultado alguno. Era un desastre como detective y como criptógrafo. A todo
esto se acercaba la Navidad, las calles estaban llenas de luces y yo mismo
había comprado un arbolito en el chino de la esquina y lo había puesto en el
recibidor, a pesar de que no me entusiasman estas fiestas. Un día volvía
cargado con las bolsas de la compra y trataba de abrir el portal cuando me
dijeron
―Hola, Boris ¿Quieres que te ayude?
Me volví. Era un hombre alto con abrigo negro.
No lo había visto en mi vida.
― ¿Nos conocemos?
Rio. Era una risa inocente como la de un niño.
―Un poquito, pero nos conoceremos más.
Había dejado las bolsas en el suelo y me había
colocado de tal manera que mi cuerpo le tapaba el hueco de la puerta. De
pronto, se me ocurrió
― ¿Es usted el anterior inquilino?
Volvió a reír.
―No, pero puedo hablarte de él. He traído una
cosa ―se llevó la mano al interior del abrigo y temí que fuese a sacar una
pistola; en vez de eso sacó una botella de vodka.
―No me gusta demasiado el vodka.
―Oh, pero te gustará, te gustará.
Rio otra vez y ya un poco mosqueado le
pregunté
― ¿Por qué se ríe tanto?
―Ya conoces el dicho ruso: “En toda broma hay
algo de broma”.
Lo dijo exagerando las erres, como si
parodiase un acento ruso.
―Es la primera vez que lo oigo.
―Claro. Mira, hace frío ¿A quién le gusta el
frío? Déjame subir, nos tomamos un vodka, hablamos del anterior inquilino y te
ayudo con las cuartillas.
Me aparté de la puerta y le dejé pasar. Antes
cogió una de las bolsas y me guiñó un ojo. Una vez en el piso elogió mi gusto
para la decoración, me ayudó a guardar la compra, cogió dos vasos de la
escurridera, como si estuviese en su casa, sirvió el vodka y me acercó un vaso.
―Vamos al comedor.
Le seguí. Me pidió permiso con un gesto para
sentarse en el sofá.
― ¿Dónde tienes el diccionario?
―En la mesita de noche.
―Pues tráelo, hombre.
Se lo traje. Dejó a un lado el vaso de vodka
para abrirlo y hojearlo. Con la barbilla me indicó que me sentase en la butaca
en la que solía leer a Chéjov. Empezó a leer en voz alta, como al azar.
―Tsvetok romashka(margarita), Lozhka(cuchara),
loshad’(caballo), YA dolgo(anhelo),
Telezhka(vagoneta),
iskrennost’(candor), zvezda(estrella), sneg(nieve), Dobro
pozhalovat’(bienvenido)
Iòsif Valerianov cerró el diccionario de un
golpe y me sonrió. Me extrañó no haberlo reconocido antes y me sorprendieron
también los cambios que había en el piso. Iòsif Valerianov me volvió a hablar
―Bueno, Boris Ivaniesevich, ahora que estás de
vuelta, vamos a echarle un vistazo a las cuartillas.
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