el sublime don de importunar

 

En la Historia de la Literatura Universal que publicó Salvat a cargo de José María Valverde que tenía mi padre en su casa hay una foto de Curzio Malaparte de uniforme y fumando, con aspecto de estar pensando en algo con detenimiento. Tiene un lejano parecido con Carlos Gardel o Bela Lugosi. Dicen que se tiñó el pelo hasta el día de su muerte, debida a un cáncer de pulmón, aunque hay fotos que le muestran con un toque plateado en las sienes, a lo Cary Grant. Se ha dicho de todo sobre él: se le ha llamado Narciso, cínico, oportunista, histrión, Maquiavelo, camaleón y sin embargo basta con usar su pseudónimo, Malaparte.

Nacido en Prato, en la Toscana, hijo de un ingeniero industrial alemán que lo abandonó siendo niño y de una madre lombarda, dejó entrever a menudo que su odio a la burguesía venía ya de su infancia. A los dieciséis años se escapó de casa para luchar como voluntario en un batallón de alpinos en la Primera Guerra Mundial, en la que lograría el grado de capitán y sufriría un ataque con gas que le afectó los pulmones, lo que no le impidió ser un fumador empedernido durante toda su vida. Vuelto de la guerra estudió periodismo en la universidad, en Roma, y como tantos jóvenes veteranos vio en el fascismo a punto de triunfar su oportunidad.

Viendo su trayectoria posterior cuesta creer que Malaparte fuera un fascista en serio, como cuesta creer que al final de su vida se hiciese marxista. Su biógrafo Maurizzio Serra le define como un anarquista de derechas, pero creo que es más preciso decir que Malaparte es, ante todo, malapartista. Inteligente, políglota, calculador, en esos primeros años del fascismo tanto está en el cuerpo diplomático italiano en Francia o en Polonia como dirigiendo periódicos y revistas. Demasiado fácil para él. Empieza con pequeñas salidas de tono, con comentarios arriesgados. Al principio Mussolini no le hace mucho caso: es como un bufón o un animal raro y exótico que es de buen tono tener. Pero la apuesta no deja de aumentar. Primero es Don Camaleón, una novela satírica a costa del Duce –es curioso que una de las características que Umberto Eco señala del fascismo es que es camaleónico- y después, escrita en francés y publicada en París, tal vez porque ya se olía la tostada, Técnica del golpe de estado. Aquí sí que se ganó el premio gordo: ir de cabeza a la prisión romana de Regina Coeli y después al confinamiento en las Islas Lipari, hasta que el yerno de Mussolini intercede por él y le sueltan, aunque su talento para importunar le valió de nuevo la cárcel en cinco ocasiones, la última en 1943. Un personaje de Kapput le pregunta ¿Qué edad tiene usted, Malaparte? Cuarenta y cinco años, le responde ¿Y no se cansa de ser un enfant terrible? Por supuesto que no, le contesto yo.

La experiencia de la cárcel y el confinamiento es muy importante tanto para el escritor como para el hombre, incluso para el personaje y su percepción pública una vez acabada la guerra. En el Partido Fascista, sí, del que me expulsaron en 1933 ¿Qué tenéis que reprocharme vosotros, corderitos silenciosos, aduladores? ¡Yo sí estuve en la cárcel! De hecho, cuando reedita Fughe in prigione después de la guerra se lo dedica a Cesare Pavese, “que también sufrió cárcel como yo”. Precisamente ese libro está escrito como respuesta a Mussolini, que viene a decir que a él estar en la cárcel le da igual, aunque en Kapput nos dice que su celda era la 460 y nos detalla un intento de suicidio cortándose las venas ¿Cuál de estas dos versiones es la verdadera? Pues con toda seguridad las dos. No hay tema más querido por Malaparte que Malaparte mismo. Un maestro de la autoficción casi un siglo antes de que se ponga de moda.

Sólo los perezosos pueden decir que Kapput es una novela-reportaje. O los que no se la han leído. Los reportajes en el Frente Oriental Malaparte los recogió en El Volga nace en Europa. Kapput es otra cosa. Si es un reportaje es el reportaje de una pesadilla. Su estructura es curiosa, porque es un perfecto marco para su sublime don de importunar. Invitado a una cena, casi siempre opípara, en la retaguardia, Malaparte, como una Sherezade con uniforme italiano, se las arregla para explicar al resto de comensales todo tipo de historias escalofriantes, desde una ejecución sumaria y a traición hasta el canibalismo. Cualquier cosa con tal de dar la cena. En La piel también hay escenas parecidas, entre ellas una inolvidable en la que unos soldados marroquíes preparan un cuscús de cordero para unos oficiales americanos y Malaparte se las compone para que los oficiales crean que los huesecillos de cordero que van encontrando en el cuscús son en realidad los huesos de la mano de un granadero marroquí.

En ambas novelas, dos obras maestras que cualquiera querría escribir, el personaje principal y narrador es Malaparte y es irrelevante si lo que cuenta en ellas es verdad o no, si los caballos congelados en Finlandia o los ojos llevados a Ante Pavelic por sus ustachas los vio o se los inventó. Como Isherwood, Malaparte juega en la frontera de la ficción y de la no ficción, y el propósito de Kapput o La piel no es testimonial, sino inflar de poesía y pesadilla la realidad. Pocas novelas retratan mejor el horror de una guerra que Kapput, que paradójicamente es una novela de retaguardia. La realidad y la pesadilla pugnan en otra escena inolvidable de La piel. El capitán Malaparte, del Corpo Italiano de Liberazione, da un discurso a los soldados. Llevan los uniformes de los británicos muertos por ellos mismo en Tobruck. Malaparte tiene incluso tres agujeros de bala con restos de sangre en la pechera y nota un huesecillo de muerto dentro de la bota. Mientras está hablando empieza a ver a los soldados como si ya estuvieran muertos. Ve los cadáveres de los soldados firmes y atentos y al acabar le pregunta a uno que qué ha entendido de todo lo que ha dicho y el soldado responde Hemos de estar a la altura de la vergüenza de Italia. Y Malaparte se dice para sí que el soldado le ha entendido bien.

La piel sentó como una patada en lo más preciado en Italia, que entonces trataba de hacer como si el país no hubiese vivido veinte años en el fascismo y se afanaba en hacer el americano. Era la Italia en la que, como explicaba Bassani en La garza, un antiguo fascista podía recibir a un judío en su establecimiento como si nada hubiese pasado. Malaparte era incómodo porque él no negaba que había sido fascista. Decía Fui fascista, sí, pero fui a la cárcel por opinar en contra del fascismo. Soy italiano, pero prefiero vivir en Francia. Poco antes de morir viaja a China y vuelve diciendo que se ha hecho maoísta. Malaparte, como he dicho, era en realidad de un partido de un solo hombre, él mismo, sin miedo a molestar a quien fuera, encantado de discutir y de llevarle la contraria a quien hiciera falta.

Su última y genial tocada de narices la hizo en su lecho de muerte, en la habitación de una clínica romana. Se convirtió al catolicismo y a la vez pidió el ingreso en el Partido Comunista Italiano. Fue su manera feroz e irónica de reconciliarse con Italia.


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