hermoso y maldito
En una carta de 1950, Raymond Chandler comenta a propósito de una por
entonces reciente biografía de Francis Scott Fitzgerald que este escribía con
una cualidad que los anuncios de cosméticos habían devaluado, encanto, y que era asombroso, teniendo
en cuenta su problema, que Fitzgerald
hubiera logrado escribir tantos y tan buenos cuentos y novelas.
El problema al que se refería
Chandler lo conocía muy bien, pues él mismo era alcohólico. También ambos
habían trabajado para la industria del cine y habían sentido el trato poco
delicado que Hollywood daba a sus escritores. La diferencia entre los dos
estaba en que mientras Chandler tuvo que esperar de los cincuenta para conocer
el éxito, Fitzgerald lo conoció desde muy joven, con apenas veintiún años.
Nunca llegaría a cumplir los cincuenta. Murió antes, alcoholizado, en el
apartamento de Sheila Graham, en Hollywood, dejando una novela a medias.
Pero el problema de Fitgerald no fue el alcohol, ni siquiera su famosa
esposa loca, Zelda. Su problema fue la decisión de acabar convirtiendo su vida
en otra más de sus novelas y a sí mismo en uno de sus personajes. No hay segundos actos en las vidas
americanas, nos dice, olvidándose de que no hay segundos actos en la vida
de nadie, americano o chino. Salimos a escena sin guión, sin haber hablado con
el director, coincidimos sobre las tablas con otros personajes de los que no
sabemos nada y no podemos escuchar al apuntador; por último, cuando cae el
telón, no podemos quedarnos a ver si nos aplauden o no. Y por supuesto no hay
bises.
Las chicas se aplican polvos de arroz en la cara y se pintan los labios
en el lavabo, mientras que en el salón de una gran casa sureña toca una
orquesta de jazz. Un joven camina por la calle arriba y abajo con una guitarra
al hombro, sin saber si se atreverá a darle una serenata a su enamorada o no.
Una jovencita sube de un salto a un coche lleno de chicos de una hermandad
universitaria, tiene las mejillas llenas de pecas y de su escote se escapa un
ligero olor a vainilla. Un joven escritor de éxito entra en una joyería de la
Quinta Avenida para comprar un diamante tan grande como el Ritz. Jay Gatsby
observa la luz encendida en la ventana de Daisy. El doctor Dick Divers viaja
tendido en la caja de un camión por la madrugada de París.
Hay un agudo sentido de la belleza del instante en la obra de Fitzgerald,
de su brutal e irrepetible poder, del anhelo y la alegría de ser joven, guapo,
sano y feliz. Contiene, al mismo tiempo, la hiriente consciencia de su frágil
triunfo y de su fugacidad. En eso consiste el encanto de Fitzgerald. La sombra en la sonrisa mientras los amantes
se besan, la penetrante percepción de que la felicidad, la juventud y la
belleza tal vez ya no pasen mañana por aquí.
El éxito de su primera novela, A
este lado del Paraíso, le abrió las puertas de las mejores revistas, que se
peleaban por publicar sus relatos y los pagaban a muy buen precio. Con
veinticinco años publica El gran Gatsby
y sus relatos son aun más codiciados y mejor pagados. Fitzgerald lo necesitaba,
pues su vida con Zelda era cara. Son los años del jazz, de las fiestas en Nueva
York, de los cafés de París, de las vacaciones en la Riviera. La juventud ha
escogido divertirse y olvidar la espantosa guerra de las trincheras y el gas
venenoso.
En 1929 todo eso se acaba. Se hunde la bolsa de Nueva York y con ella los
felices años veinte. Zelda se vuelve loca. Sin explicación alguna, los relatos
de Fitzgerald dejan de venderse y van cayendo a revistas de segunda categoría.
Con rara unanimidad crítica y público le dan la espalda a su nueva novela, Suave es la noche. Sorprende que sea
este fracaso de público y el descenso de cotización de sus relatos lo que
convence a Fitzgerald de su condición de escritor fracasado. Si se piensa en un
escritor antitético, Louis-Ferdinand Céline, se aprecian aun más sus
diferencias en la manera en como afronta cada uno de ellos su ostracismo. Si
Fitzgerald asume que el público tiene razón y que por lo tanto él ha fracasado,
el proscrito Céline no piensa ni por un momento que los demás puedan tener
razón y sabe perfectamente que todos se equivocan y que él es un gran escritor.
A ese íntimo fracaso se suman la enfermedad de Zelda, las estrecheces
económicas y el alcohol, fieles compañeros en los seis años posteriores a la
aparición de Suave es la noche, hasta
su último lecho, el de Sheila Graham, allá en Hollywood.
Pero hubo otro Fitzgerald posible. En 1962 se recopilaron en libro unos
relatos que había escrito para revistas de segunda fila en los años en los que
había asumido su fracaso. Los protagonizaba Patt Hobby, un guionista de
Hollywood caído en desgracia con la llegada del cine sonoro, que una vez tuvo
una casa con piscina, pero que ahora se arrastra por los estudios, alcohólico,
marrullero, desesperado, capaz de cualquier cosa por colar una frase en un
guión. Planea en ellos un humor lúcido y ácido, carente de conmiseración por
uno mismo y por los demás. Patt Hobby está más cerca de Hank Chinasky que de
Jay Gatsby y podría haber sido la llave para seguir escribiendo después de la muerte de Scott Fitzgerald,
pero Fitzgerald no lo escogió. Su elección consciente, como la de Don Quijote,
tal y como advertimos en la segunda parte de sus aventuras, fue la de convertirse
él mismo en un personaje de Scott Fitzgerald y hacer de su vida tal vez la
mejor y más perfecta de sus novelas.
Quizás había leído las páginas de Wilde en las que dice que es la vida de un
artista la mayor de sus creaciones y puede que eso fuera a la vez una solución y un
problema. Hoy no podemos pensar a Scott Fitzgerald de una manera distinta a la
que él escogió para presentarse. Como uno de los suyos, hermoso y maldito.
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