El prolongado sabor de la derrota

 





“¿Le gustan las orquídeas? Yo las odio. Su tejido es demasiado parecido a la carne humana, sus tallos parecen dedos de cadáveres recién lavados y su perfume tiene la podrida dulzura de una prostituta.”

Son palabras que el general Sternwood le dice a Philip Marlowe la primera vez que se ven, en el invernadero de la mansión Sternwood, donde el general cita a Marlowe para contratarle y encargarle que libre a su hija menor de un chantajista. Están en El sueño eterno, la primera novela que escribió Raymond Chandler, pasados ya los cincuenta años, en 1939.

A principios de esa década había sido despedido de la compañía petrolífera de la que era ejecutivo por trabajar bebido y tocarle el culo a las secretarias. En vez de buscar otro trabajo, uno más de los muchos que había desempeñado desde su vuelta a los Estados Unidos, Chandler decidió probar suerte escribiendo relatos cortos para poder venderlos en las revistas pulp. Su método para aprender a escribirlos lo explicó en una de sus cartas recogidas en El simple arte de escribir: tomaba un relato que le hubiese gustado, lo desmenuzaba y trataba de reescribirlo a su manera. Debió de funcionar, porque al poco tiempo estaba publicando relatos en más de una de esas revistas, entre ellas la célebre Black Mask, donde también publicaba Hammet.

Sin embargo, no era este el primer contacto de Chandler con la literatura. Siendo niño acompañó a su madre de vuelta a Inglaterra y gracias al dinero de un tío rico pudo estudiar en la Public School, aunque su tío decidió cortarle el grifo para poder entrar en la Universidad, por lo que Chandler hizo un examen de ingreso en el Servicio de Intendencia de la Marina, que aprobó, aunque no aguantó en el trabajo más de seis meses. En aquella época colaboró en unas cuantas revistas literarias de Londres y escribió poemas. Como las perspectivas laborales no mejoraban decidió volver a los Estados Unidos. Una vez allí estalla la Primera Guerra Mundial y decide alistarse en las Fuerzas Armadas Canadienses porque estas garantizaban una pensión a su madre en caso de muerte. Llegó a sargento de las Fuerzas Expedicionarias Canadienses y perdió a todo su pelotón en una emboscada cerca de la frontera entre Francia y Bélgica. La guerra fue una experiencia tan honda en él que casi nunca hablaba de ella.

Toda esta educación británica es la que haría escribir a John Housman, productor de cine, amigo de Chandler y miembro del Mercury Teather de Orson Welles que Marlowe en realidad era un caballero inglés, como Chandler, al que los nativos de California le parecían tan exóticos como los de los Mares del Sur y que por eso se sentía obligado a impartirles justicia, como lo haría cualquier caballero de Su Majestad Británica.

Acabada la guerra Chandler vuelve a Los Ángeles, donde trabaja primero como contable, pues tiene una cabeza muy buena para los números, y vive en una serie de apartamentos amueblados que cambia cada dos por tres y que serán escenarios típicos de sus relatos y novelas. Más tarde entrará en el negocio del petróleo, hasta llegar a ser un alto ejecutivo. Sus problemas con la bebida lo dejan sin trabajo justo en plena Gran Depresión. Que Chandler optase por escribir relatos que podía mandar directamente a las revistas pulp fue al principio algo por completo alimenticio, pero advirtió muy pronto las posibilidades artísticas que ofrecía. En 1946, en su ensayo El simple arte de matar, cita a Hammet como uno de los grandes creadores de lo que llama el idioma americano y lo equipara en importancia a Hemingway y establece su posición central en la evolución del género policíaco. Hammet y Chandler sólo coincidieron una vez, en una cena de Black Mask, en la que apenas se dirigieron la palabra.

Hammet destacó por una escritura objetiva, de accione, gesto, sonidos y diálogos que queda patente sobre todo en El halcón maltés y en los relatos y novelas de El Agente de la Continental. Tal vez por eso Chandler fue probando poco a poco por la subjetividad, desde sus primeros relatos hasta la aparición de los sucesivos predecesores de Marlowe y tal vez la primera vez que logre su propósito completo sea en Viento rojo. Está preparado para su gran creación, la voz narrativa de Philip Marlowe. Cuando se dice que la prosa de Chandler está teñida de lirismo lo que en realidad están diciendo es que está teñida de subjetividad; la subjetividad del narrador, Marlowe.

Creo que el lenguaje no describe la realidad, sino que la crea, y es el lenguaje de Marlowe el que crea el Los Ángeles de las novelas de Chandler. Es un lenguaje tan poderoso que sospecho que por eso irrita tanto a Ellroy: sabe que la poderosa ficción de Chandler desafía su propia recreación de Los Ángeles. Queriendo desmentir la afirmación de su amigo Auden de que las novelas de Chandler eran poderosas obras de arte, Cyril Connolly le dedicó un maligno artículo en el que decía que el único personaje digno de ese nombre en dichas novelas era Philip Marlowe y que los demás eran comparsas. Sin darse cuenta, Connolly había hecho la lectura más atinada posible y que coincide con lo que estoy diciendo: las novelas de Chandler son la voz de Marlowe creando el mundo que aparece en sus novelas. No pretendo con esto defender a Chandler de Connolly. Chandler, que cuenta con la admiración de Capote, Auden o Cabrera Infante se defiende solo. Pretendo poner de relieve que la gran aportación de Chandler a la literatura es un personaje universal a la altura de Sherlock Holmes, Don Quijote o Hamlet.

Marlowe es considerado el arquetipo del detective privado. Sin embargo, debía de parecerles muy raro a los lectores habituales de Black Mask. Para empezar, su apellido es el del poeta isabelino Christopher Marlowe y es un muy probable guiño al Capitán Marlow, personaje de Conrad que es también narrador en primera persona. Ricardo Piglia lo incluye entre los lectores heróicos en su ensayo El último lector. Chandler nos lo mostrará citando adecuadamente a Shakespeare o haciendo una crítica pertinente  los diálogos de Hemingway. Marlowe, el lector o Marlowe, el observador, el caballero inglés que analiza a los californianos y luego se los explica, tratando de ser lo más fiel posible a su código de conducta, afable con los débiles, guarda su sarcasmo para los malvados y los poderosos, tiene una paciencia a prueba de bombas, es tozudo y honrado y su dignidad ética y estética es la de no darse nunca por vencido. Como escribió su creador, puede ser vencido, pero no destruido.

A diferencia de McCoy, Hammet o Thompson, Chandler no fue comunista. La lectura social de sus novelas puede llevar a considerarlas sentimentales, pero esa es una lectura parcial y errónea. Ni Marlowe ni Chandler tienen teorías o cosmogonías. Bastante tienen con salvar el pescuezo. Arrojados al vientre de ese enorme monstruo en crecimiento que era la ciudad de Los Ángeles entre 1930 y 1950, en la que pasaban tantas cosas espantosas, tratan de salir invictos y enteros de un mundo en el que los chantajistas extorsionan a ninfómanas hijas de millonarios pálidos y violentos, de morfinómanos que también son médicos y tienen clínicas para curar el alcoholismo, de segregación racial, de políticos corruptos y de policía sólo al servicio de los ricos y de los poderosos.

Marlowe y Chandler tuvieron éxito. Fueron reclamados por el cine, con mayor o menor fortuna. Cuando ya eran famosos y respetados entregaron su monumental testamento, El largo adiós. Cissy, la esposa de Chandler, había muerto. Chandler la sobrevivió una década. Marlowe ya era inmortal. Sus novelas nos hablan del eco y el aroma de culturas y extintas y olvidadas.













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