El niño prodigio que envejeció de repente.

 


Desde que ganó el premio O’Henry de relatos a los diecinueve años hasta que se dejó morir en casa de su amiga Joan Carson, en su odiada California, a los cincuenta y nueve, Truman Capote fue el niño prodigio de la literatura norteamericana. Cuarenta años son demasiados para ser un niño prodigio, incluso para un auténtico genio.

Nacido en Nueva Orleans, hijo de padres que nunca debieron serlo, se crió en Mobile junto a varios primos y primas solteros. Tuvo como vecina a la escritora Harper Lee, que utilizó a Truman como modelo para uno de los personajes de Matar un ruiseñor y también a una futura asesina que acabaría en la silla eléctrica y que sirvió de modelo para un personaje de Otras voces, otros ámbitos. A punto de empezar la adolescencia su madre se lo llevó al norte, a Nueva York, donde había vuelto a casarse, con un cubano llamado José García Capote, de quién Capote adoptaría legalmente el apellido.

Era negado para los estudios y escandalizaba a su madre con su manifiesta homosexualidad. Trató de que se curase llevándolo a diversos médicos y metiéndole en varios internados. Solía decirle que acabaría haciendo la calle, visto que era un marica y que no iba a conseguir sacarse los estudios. Una maestra de literatura inglesa llamada Catherine Wood, sin embargo sí que supo ver algo en aquel niño pequeño, rubio y de voz chillona y le animó a escribir. A los diecinueve años ganaba un premio literario de ámbito nacional y a los veintitrés publicaba su primera novela, que le haría famoso, algo que no dejaría de ser hasta el día de su muerte.

Tal vez sólo haya otro escritor estadounidense cuya fama pueda compararse con la de Capote en el pasado siglo, Ernest Hemingway, que le odiaba. Ambos acabaron siendo un personaje que oscurecía y aun oscurece sus logros literarios. Hace mucho tiempo, después de asistir a una conferencia de Luís Landero me acerqué a pedirle un autógrafo. Llevaba un ejemplar de Plegarias atendidas, que dos amigas me acababan de regalar. Al ver el libro, Landero dijo Magnífica lectura, Truman Capote. Un hombre con un talento extraordinario, a quien se le han negado muchas cosas por ser muy famoso, y me firmó el libro así Jero, Truman and I te dedicamos este libro.

Aun recuerdo el impacto que me produjo Otras voces, otros ámbitos, sobre todo si tenemos en cuenta que es la primera novela de alguien muy joven cuando la escribió, casi la edad que tenía yo al leerla. Aunque la lectura de El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers ha modificado parcialmente mi opinión, sigo pensando que Otras voces, otros ámbitos es una novela de genio, en la que Capote supera todo lo que había escrito hasta entonces, como acabó demostrando la exhumación de Crucero de verano. Apenas tres años después publicó su segunda novela, El harpa de hierba, que es una novela fallida, que deja una insatisfacción al terminarla, a la que no era ajeno Capote ni sus editores, como puede verse en su correspondencia. Tal vez se deba a que Capote no puede o no quiere llevar la historia hasta sus últimas consecuencias, las que marca el severo dictado del arte. Si Capote hubiera parado aquí hubiera acabado siendo lo que Harold Bloom ha definido como un fenómeno americano corriente: un novelista menor con un gran estilo. Pero Capote no paró aquí y libró más combates.

Durante la década de los cincuenta pareció dispersarse y coquetear con Broadway y Hollywood y a escribir entrevistas y reportajes para el New Yorker. Durante años se interpretó que eso se debía a su avidez por el dinero y la fama, por su incurable frivolidad, pero la verdad está en su correspondencia: Capote empezó a buscar todo ese dinero desesperadamente para poder pagar las enormes deudas de su padrastro, que le habían llevado además a cometer un desfalco en la empresa en la que trabajaba. La perspectiva de acabar en la ruina llevó al suicidio a Nina, la madre de Capote, tomando varios frascos de Seconal. A finales de la década aparece Desayuno en Tiffany’s, una novela corta deliciosa, de la que Norman Mailer dijo que estaba escrita de manera perfecta. La acompañaban tres relatos, uno de los cuales, Un recuerdo navideño, saldaba la deuda contraída por El harpa de hierba y puede situarse tranquilamente al lado de Los muertos, de Joyce. Julio Cortázar dijo que era uno de sus relatos favoritos. Un año después de la aparición de Desayuno en Tiffany’s una noticia en el periódico, el asesinato de una familia de granjeros de Kansas iba a llevar la escritura de Capote a otro nivel.

Tengo la convicción de que las obras maestras se escriben a pesar de sus autores y a pesar de sus épocas. No hay autor más improbable para A sangre fría que Truman Capote, y sin embargo, al encontrarse de bruces con ese tema, en apariencia tan alejado de lo que solía escribir, es cuando da la medida de su genio y escribe La Gran Novela Americana de su tiempo. El relato sobre el asesinato real de una modélica familia americana en un pueblecito de Kansas a manos de dos marginados sin raíces ni hogar, su posterior juicio, condena, estancia en el corredor de la muerte y ejecución pone los pelos de punta por su tono distanciado, su minuciosidad y la seguridad en el empleo de las técnicas narrativas para mostrarlo, como la magistral escena del interrogatorio, en la que Capote hace magia con el uso del punto de vista en nuestras mismas narices. La novela fue desdeñada al principio. Mailer diría que era un fracaso de la imaginación, se la tachó de bestseller sensacionalista, se ninguneó en el Pulitzer, pero fue un tremendo éxito comercial. Fue tal éxito que se puede explicar en parte la apuesta de la industria por El nuevo periodismo, apareciendo libros de esos nuevos periodistas –Wolfe, Talese- más allá de sus crónicas o aparición en periódicos y revistas. Para celebrar el éxito Capote dio un baile en blanco y negro en el Plaza, pero era el principio del fin.

Para escribir A sangre fría Capote pasó años en moteles del Medio Oeste, alejado de los suyos, entrevistando y acompañando a los policías encargados del caso, entrevistando en sus celdas a los asesinos, con los que acabó estableciendo una relación estrecha y que le pidieron que asistiera a su ejecución, experiencia de la que no se recuperó. Y también necesitó periodos de aislamiento para dar forma de novela a todo ese material. Durante ese tiempo, dos de sus amigos, Marilyn Monroe y Montgomery Clift se suicidaron, también con barbitúricos. Tanto por estos suicidio como por el de su madre Capote sentía pánico por los tranquilizantes, pero la ansiedad creciente en la que lo sumía la escritura del libro les abrieron la puerta a su vida, junto con el alcohol. A sangre fría era profundamente perturbador para él, porque le devolvía a la habitación del hotel de Nueva Orleans donde lloraba desconsolado mientras su madre follaba con su amante indio o cuando lo dejaba encerrado allí durante horas mientras salía de fiesta por el barrio francés.

Una vez acabado el libro y celebrado su éxito, el siguiente paso fue inmolarse socialmente publicando capítulos de Plegarias atendidas, novela donde despellejaba a sus amigos ricos, que le dieron la espalda, volviéndole un apestado. Sus problemas con el alcohol y las drogas iban empeorando y era incapaz de escribir, más allá de sus colaboraciones para Interwieu, la revista de Andy Warhol. Con un último esfuerzo logró escribir Música para camaleones, cuyo prólogo es toda una declaración de artista, que Almodóvar le hacía leer a un personaje en Todo sobre mi madre. Le dedicó el libro a Tennesse Williams, que había muerto meses antes. Y después se rindió. El niño que había soñado con ser bailarín de claqué en uno de esos barcos de palas que bajan el Missisipi, que había soñado con poder volar a China con su avión de juguete, se despertó viejo de repente, privado del don de la palabra que lo había salvado tanta veces de la tristeza. Había dejado escrito Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio. Descanse en paz.




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