Dr. Livingstone, supongo
El hombre alto,
con el pelo y la barba blancos y los ojos claros se detuvo un momento, se apoyó
en la pala y echó un vistazo al mango que crecía en una esquina del huerto y
que tenía cuatro marcas horizontales en su corteza. Arrugó el ceño, se secó el
sudor de la frente, lanzó una paletada de abono donde crecían las calabazas,
dejó caer la pala y se limpió las manos en la trasera del pantalón.
Desde por la
mañana temprano los tambores anunciaban El Buscador va a llegar, El Buscador
va a llegar. Remontaban el curso del río, venían por encima de las copas de
los árboles, hacían que los pájaros ribereños echasen a volar. Al batir de los
tambores se unió el ronquido del motor de un barco, el golpeteo de sus
pistones. Cerró los ojos y vio con toda claridad el casco que había sido
blanco, ahora con la pintura sucia y resquebrajada, la cubierta llena de
personas y animales que habían pasado la noche al raso, amontonados. Hombres de
mirada fiera, enjutos, con la camisa colorida abierta sobre una camiseta
blanca, tal vez con un gallo cogido por las patas en una mano y un cigarrillo
en la otra. Mujeres gordas, con el rostro orgulloso como el de una reina,
envueltas en vestidos y pañuelos de colores brillantes, sentadas junto a cestos
llenos de fruta que esperaban vender en cuanto bajasen del barco, y vio también
una cabra sujeta con una cuerda por una niña con la cabeza llena de trencitas y
abalorios de colores. Entre todos esos rostros y cuerpos negros y bellos
estaría el suyo, el de El Buscador. Lo más probable es que fuese
americano o francés. Blanco. Tendría el pelo largo, tal vez rubio, sucio
después de tres días de viaje río arriba, la barba pelirroja, enmarañada, y la
piel quemada por el sol. Iría vestido como un explorador, con camiseta y
pantalones cortos, tal vez un chaleco de cazador, botas y una mochila. Lo
imaginó aceptar con una sonrisa el plátano que le ofrecía una niña vestida de
blanco y después comérselo. Era probable que le diese a la niña a cambio un
bolígrafo de esos que tienen minas de diferentes colores. Tal vez llevase
veinte de esos en la mochila, junto con caramelos, pasadores de pelo y canicas.
A su pesar, tuvo la intuición de que no era un mal tipo; quizá sí un idiota,
pero no un mal tipo.
El Buscador
vería aparecer el puerto a lo largo de la orilla, una serie de muelles de
piedra y madera, con tinglados y almacenes de chapa y de plástico, y más allá
de este la pequeña y caótica ciudad, trazada de cualquier manera entra la selva
y el agua, y cuyas casas, cabañas y chabolas se alineaban en calles sin
asfaltar. El muelle principal estaría lleno de gente vestida como en un día de
fiesta, que hablaría a gritos, saludándose por encima de la borda sin esperar a
que el barco atracase. Al bajar al muelle, alguien le ofrecería un pollo, una
bolsa de fruta, una habitación, o le recomendaría ir al Buganville Bar,
el mejor edificio de la ciudad, donde podía beberse Marie Brizzard y
conseguirse una mujer. Tal vez fuese hasta allí para preguntar su dirección, o
quizá la preguntase ya en el muelle, después de regalar otro bolígrafo de
colores o de dar un billete de diez francos. Era cuestión de tiempo tenerlo al
otro lado de la cerca. Mientras imaginaba todo esto seguía de pie en el huerto
y se secaba el sudor de la frente con un pañuelo. No podía ver el río desde
allí, pero sí olerlo. Olía a limo, a liana en descomposición, a animal ahogado.
A veces el olor era tenue, a veces era más espeso y a veces el olor a queroseno
se abría paso a través de él, cuando se acercaba un barco o una canoa a motor.
Estaba tan concentrado en sus pensamientos que había dejado de ver el mango, la
pala y el estiércol. Una voz lo devolvió a la realidad.
―Dr.
Livingstone, supongo.
Ahí estaba, tal
y como lo había imaginado, salvo algunos detalles. No llevaba el chaleco de
cazador. Tenía unas gafas de sol puestas como una diadema y no menos de cinco
pulseras de cuentas en la muñeca derecha; sonreía y tenía la expresión inocente
de un niño.
― ¿Perdón?
―Es
usted Luciene Lamballe, el escritor.
―No
conozco a ningún Luciene Lamballe.
La risa del
joven le llegó clara y limpia por encima de la cerca.
―Soy
Matthieu Chasseur, corresponsal de Le Figaro, aunque también soy freelance.
Hace tres años que escribo un libro sobre usted. Hace dos que le busco.
―De
acuerdo. Soy Lamballe.
Chasseur rio de
pura felicidad, dio palmas, se apoyó en la cerca.
―Dios
mío. Dios mío. Esto es como ganar el Tour.
―
¿Cómo me ha encontrado?
―Pura
suerte. Una corazonada. Como he dicho, llevo dos años buscándole. Se dicen
muchas cosas sobre dónde está usted. Dicen que tiene un puesto para alquilar
patines en algún lugar del Verdon, que está enrolado en un petrolero bajo
bandera de Singapur, que está en un monasterio del Nepal, que vive, con otra
cara, en una favela de Brasil.
―Nada
de todo eso explica que usted haya venido aquí ¿No es verdad?
―No,
no, cierto. He seguido la teoría de Laramie.
―
¿Laramie?
―Frank
Laramie, un americano. Reportero de guerra. Él cree que tiene que estar en
algún lugar del África Occidental. De hecho, recordaba que usted y él
estuvieron alojados en el mismo hotel de Saigón cuando usted estaba escribiendo
su novela sobre Indochina y la descolonización y que solían hablar mucho
mientras tomaban copas en el bar del hotel. Laramie había cubierto muchos
conflictos aquí y al parecer ya por entonces usted hablaba mucho del deseo de
desaparecer, así que él le dijo que, si uno quería desaparecer, este era el
mejor lugar para hacerlo.
―No
lo recuerdo.
Chasseur se
encogió de hombros.
―Hace
más de veinte años de eso. Tal vez lo ha olvidado.
―Creo
que así es.
―No
soy el primero en pensar que Laramie tenía razón. Un ruso, Vladimir Ulianov, ya
probó suerte aquí. Desapareció. Hará de eso unos ocho años, tal vez más. Nunca
se ha sabido qué le pasó.
―Tal
vez le pasó como a mí y decidió quedarse selva adentro y no volver a ese mundo
de locos de ahí fuera.
Chasseur volvió
a reír con su risa franca y alegre.
―Hace
mucho calor ¿De verdad no me va a invitar a entrar en esa casa tan bonita que
tiene?
Lamballe miró
por encima del hombro hacia la casa, una estructura cuadrada de madera
descolorida, con techo a dos aguas y una puerta flanqueada por dos ventanas en
su fachada. La puerta y las ventanas estaban abiertas.
―Creo
que incluso puedo invitarlo a comer. Pase aquí dentro, la puerta de la cerca
está abierta.
Chasseur fue
hasta la puerta de la cerca, la abrió y entró en el huerto. Lamballe había ido
a encontrarle y le tendía la mano. Chasseur se la estrechó, con firmeza.
Caminaron juntos hasta la puerta de la casa y al llegar Lamballe se hizo a un
lado e invitó a Chasseur a entrar. La casa parecía consistir en una única
pieza, con la cocina en la pared de la izquierda, una gran mesa de madera en el
centro, una cómoda colonial arrimada a la pared de la derecha y dos viejos
sillones de cuero enfrentados en un rincón. Chasseur mostró interés por las
máscaras de piel que colgaban de las paredes y por las figuras de bronce y
madera que estaban sobre la cómoda.
―Qué
bonitas ―dijo.
―Algunas
son yoruba, otras son fon. Siéntese allí, por favor. Pondré la
comida en el fuego, no tardará ¿Le apetece una cerveza?
―Por
favor.
Chasseur fue a
sentarse en uno de los sillones y dejó la mochila en el suelo junto a él.
Lamballe se acercó con dos botellas de La Béninoise, Antes de que
Lamballe se sentase frente a él, y a la vez que le cogía la botella que le
alargaba, Chasseur preguntó
―
¿Cómo llegó hasta aquí?
―Por
el río. Igual que usted.
Chasseur sonrió
―No,
me refiero a qué le hizo venir, qué camino siguió.
Lamballe echó un
trago de cerveza y contestó
―Bueno,
primero tuve un puesto de alquiler de patines en algún lugar del Verdon,
después me enrolé en un petrolero bajo bandera de Singapur, ya sabe.
La risa franca y
confiada de Chasseur volvió a sonar.
―Sabe
a lo que me refiero. El escritor más famoso de Francia y uno de los más famosos
del mundo, el escritor que antes de los cuarenta años ha ganado el Goncourt,
el Renaudot y el Gran Premio de la Academia Francesa, el escritor del
que se dice que es tan grande como Proust o Céline, de repente desaparece de su
maravilloso piso de París. Nadie lo ha vuelto a ver en su chateau cerca
de Avignon. Su Masserati Ghibli de 1970 se llena de polvo en un garaje
cerca del Quai d’ Orsay.
―Ya
es suficiente, por favor.
―Necesito
entenderlo ¿Es una especie de homenaje a Rimbaud?
―No
sea ridículo. Rimbaud no desapareció. Todo el mundo sabía que era un traficante
de armas en Etiopia.
―De
acuerdo, es verdad, pero sigo pensando: esto ¿No es exagerar? ¿No le bastaba
con dejar de escribir?
―
¿Dejar de escribir? ¿Lo dice de verdad? ¿Dejar de escribir y ya está? No, amigo
mío, sabe que eso no es así: por eso está aquí. Piensa que hay una buena
historia en esto, y pensaría lo mismo si en vez de estar junto a este río
estuviera junto al Verdon, alquilando patines. Usted vendría con su preciosa y
morena novia hasta el Lago Sainte-Croix, aparcaría pasado el puente y bajaría
hasta mi tranquilo puesto de alquiler de patines y con esa sonrisa encantadora
que tiene, me preguntaría “Dígame, viejo ¿Por qué desapareció?” Sabe que es
así. Al venir aquí, sólo se lo he puesto más difícil.
―Le
concedo que así es ―respondió Chasseur, a la vez que levantaba la botella de
cerveza como un brindis o un saludo―Pero ya que he venido, ya que he
llegado hasta usted ¿Me va a responder? Creo que me lo he ganado.
―Voy
a responderle, pero dudo que usted entienda nada de lo que le voy a decir. Y lo
que es peor: que no entienda que lo que voy a decirle no puede repetírselo a
nadie más.
―Me
pide que renuncie al libro que quiero escribir. El libro que llevo tres años
escribiendo. El libro por el que he venido hasta aquí.
―Correcto.
―Como
escritor ya sabe que eso es algo que no se le puede pedir a un escritor.
―Ya
no soy un escritor. Cuando antes lo entienda, mejor.
―De
acuerdo. Ya veremos. Cuénteme la historia y ya veremos.
Un agradable
olor a comida vino desde los fogones. Lamballe se puso en pie
―Creo
que la comida ya está lista. Si me disculpa, voy a servirla ¿Puede echarme una
mano poniendo la mesa? Tiene todo lo necesario en la cómoda.
Chasseur puso el
mantel, las servilletas, los vasos y los cubiertos. Lamballe le indicó que la
jarra de agua estaba sobre la encimera y Chasseur fue hasta allí. Se quedó
mirando cómo Lamballe servía la comida, que parecía ser una mezcla de arroz y
alubias con salsa de tomate.
―No
sé si fiarme de usted ―dijo―Puede querer envenenarme. Tres días río abajo me dijeron
que vivía por aquí un hechicero blanco. Seguro que sabe de venenos.
―
¿Esas fueron las palabras que emplearon?
―Así
me lo dijo un portugués.
―De
acuerdo. Para que no sea bobo y se deje sin probar mi atassi, lo probaré
yo delante de usted.
Lamballe comió
una cucharada de cada plato. Chasseur volvió a reír. Fue a sentarse a la mesa y
Lamballe le puso el plato delante.
―Bon
apetit.
―Está
delicioso. Me decía antes que vino aquí por el río. Y entonces...
―Llegué
enfermo, con paludismo: fiebre muy alta, sudores y temblores. La verdad,
malísimo. Me trajeron aquí, a casa del hechicero, como usted le ha llamado. El
me curó, lo crea o no. No he vuelto a tener una recaída desde entonces. Después
me convertí en su ayudante y, cuando murió, heredé su puesto. Al fin y al cabo,
es lo habitual. Aprendí todo de él. Antes ―señaló hacia los dos sillones―hemos
estado sentados en mi consulta.
―
¿Tiene muchos clientes?
―Por
supuesto ¿Por qué no habría de tenerlos? Hace años que me conocen y ya ejercía
el oficio cuando mi maestro estaba enfermo o ausente. Mi competencia son los
Padres Blancos, que tienen una misión en la otra orilla del río, y los de Médicos
sin Fronteras, que tienen un hospital de campaña dos días río abajo.
―
¿No se han quejado?
―
¿Y de qué serviría? Nadie iba a hacerles
ningún caso. Verá, los africanos creen que no tenemos ni idea del origen de las
enfermedades. Nunca se lo dirán, claro, por educación. Saben que nuestros
tratamientos funcionan y por eso los toman, pero sospechan que los resultados
no tienen nada que ver con nuestros conocimientos. Nadie menos interesado que
ellos por las pruebas diagnósticas, porque creen que abordan aspectos
secundarios del problema y no el problema mismo. Resumiendo un poco, para ellos
dos personas no pueden tener exactamente la misma enfermedad y, por supuesto,
un mismo tratamiento no puede funcionar igual para dos personas distintas. La
clave, que la medicina occidental ha descuidado, es escuchar al paciente y
prescribirle un tratamiento exclusivo para él ¿Le apetece más attasi?
―No,
gracias.
―Estupendo,
porque pensaba freír bananas como segundo plato y además tengo un postre y no
voy a dejar que se estropee. Descuide, probaré todos los platos.
Chasseur rio de
buena gana.
―De
acuerdo. Tráigame otra cerveza, por favor.
Lamballe frio
las bananas, las sirvió y después fue a buscar dos botellas de La Béninoise,
que dejó sobre la mesa, abiertas.
―Me
cuesta entender―retomó Chasseur―que pasados todos estos años usted
siga aquí y no sienta ninguna necesidad de escribir. Usted, que fue muy precoz
y que, en apenas cinco años, en sus inicios, entregó tres novelas monumentales,
que cayeron como una bomba en nuestras letras.
―Es
justo de eso de lo que quise escapar. De esa soberbia y ese engreimiento.
Ninguno de mis libros significa nada para mí. Ni usted ni nadie se ha fijado en
que mis últimos libros están escritos mal a propósito, son una sarta de
disparates hecha con la mayor deliberación ¿Cree que algún crítico osó señalar
eso? Al contrario. Se alabó la frescura, la provocación, el inconformismo. Como
comprenderá, me era imprescindible huir de toda esa estupidez.
―Pero
escribir, crear personajes, vidas, mundos a partir de una herramienta que
compartimos todos es algo extraordinario, sobre todo cuando se tiene un talento
como el suyo. Ojalá lo tuviese yo.
―Oh,
a usted lo que le gusta no es escribir; lo que le gusta es que su nombre
aparezca en la portada del libro, que todos le admiren.
―Me
parece que eso es un poco injusto, aunque es evidente que me gustaría.
―El
libro que quiere escribir sobre mí, por ejemplo ¿Lo escribiría con pseudónimo?
Mejor aún ¿Sería capaz de publicarlo como un texto anónimo?
Chausseur rio
―Touché.
―Ah,
es una lástima, la verdad ¿Quiere más banana frita? ¿No? Pues entonces haré
café y serviré el postre, yovodoko.
Lamballe se
levantó, fue a la cocina, preparó la cafetera y la puso al fuego. Volvió a la
mesa con una fuente buñuelos.
―
¡Ah, pero si son buñuelos! ―dijo Chasseur.
―Sí,
se fríen en aceite de cacahuete y están muy sabrosos. Por favor, no me obligue
a probarlos todos para que usted esté tranquilo; tengo que cuidar mi línea.
Chasseur cogió
un buñuelo y lo mordió.
―Estoy
pensando que usted podría haber dejado de escribir y seguir viviendo en París.
Un poco como hizo Salinger.
―No
sólo he venido a África para no escribir. París era una ciudad muerta para mí.
Nada me hacía disfrutar. Ese coche que ha mencionado antes era mi sueño desde
la adolescencia y apenas lo he conducido. Lo poseía, pero no lo disfrutaba. Eso
es para mí nuestra elevada cultura de Occidente: poseer, cosas, pero no
disfrutarlas.
―
¿Y las disfruta aquí?
―El
problema es que usted no puede considerar África como digna de enseñarle algo;
no ya como superior a Europa, sino como una igual. Puede sentir simpatía por
ella, o apreciar lo que tiene de pintoresco, incluso pronunciar esa frase tan
ofensiva que dice que aquí la gente no tiene nada, pero es feliz. Está muy
equivocado. Nuestro problema es que todos queremos escribir o hablar, pero
ninguno se conforma sólo con leer o escuchar. Así nos representan los artesanos
de aquí en sus máscaras: con bocas grandes y orejas pequeñas. Repito, está muy
equivocado. Aquí han emergido imperios con ejércitos poderosos; para vencer a
uno de ellos nuestra amada Francia tuvo que mandar una fuerza expedicionaria
bajo el mando de un mulato senegalés. No soy un personaje de Conrad, mi querido
amigo, no huyo de la civilización para instalarme como un dios en la barbarie.
Al contrario, he huido de un sistema que nos exprime y nos tritura y me he
refugiado entre unas gentes que me aceptan y me acogen tal y como soy.
―Yo
podría explicar eso en mi libro―dijo Chasseur, después de beberse el
café―Podría
lograr que todo eso se leyese en Francia, en Europa, que conociesen su punto de
vista.
―Me
temo que no voy a darle permiso para eso.
―Podría
escribirlo sin decir que se trata de usted y sin identificar el país ni el
lugar, como una especie de parábola. Creo que es una historia muy poderosa y
que puede tener mucho impacto entre quienes le lean y puede ayudarles a
entender lo que usted me ha explicado.
―Mire,
si usted antes de marcharse me da la mano y me da su palabra de que no
escribirá nada sobre esto seguiremos siendo amigos.
―Pero,
Lamballe, usted sabe que eso no se le puede pedir a ningún artista, a ningún
escritor.
―Es
una lástima ¿Tiene alojamiento para pasar la noche?
―Sí,
tengo una habitación en el Buganville Bar.
―Estupendo―ambos
callaron, ya no tenían mucho más que decirse. Se levantó la brisa y el río
entró por la puerta y las ventanas abiertas― ¿Le apetece otra cerveza?
―De
acuerdo. De todos modos, he de pasar aquí unos días, hasta que el barco vuelva
¿Podríamos vernos mañana?
―Ya
veremos―dijo
Lamballe mientras le alargaba la cerveza.
Chasseur echó un
trago largo, dejó la cerveza sobre la mesa y trató de ponerse en pie, pero no
pudo. Se desplomó en la silla. Miró a Lamballe con extrañeza. Este volvió a
hablar.
―Como
ya le he dicho, es mucho lo que África puede enseñarnos, como el arte del
envenenamiento. Figúrese: combinar distintas substancias que no son venenosas
hasta que no se unen en el organismo. Lograr la maestría de envenenar a un solo
comensal en un banquete, aunque todos coman lo mismo. Y los antídotos. Con que
usted me hubiera dado su mano y su palabra, podría haberse marchado. Así de confiado
soy. Le aseguro que lamento esto, usted me ha parecido un muchacho estupendo―Chasseur
se estremeció y se le formó espuma en la comisura izquierda de la boca―
Por otro lado, quiero tranquilizarle: no va a sentir ningún tipo de dolor o
malestar. Será como quedarse dormido. Y le doy mi palabra de que le procuraré
un entierro digno. No voy a desmembrarle ni nada parecido. Le enterraré aquí,
en mi jardín, bajo el mango, junto a los que llegaron antes que usted, el ruso
Ulianov incluido.
Se levantó justo
a tiempo para evitar que Chasseur se golpeara la cara con la mesa al caer hacia
delante y lo acomodó como acomodaría a un amigo que se hubiera quedado dormido
en plena borrachera. Tomó las gafas de sol que Chasseur llevaba puestas en la
cabeza como una diadema, las sopesó un
momento y se las guardó en el bolsillo de la camisa. Sabía que nadie en toda la
ciudad diría una palabra, aunque enterrase al joven a plena luz del día, pero
dejó pasar el tiempo hasta que cayó la noche y la niebla marcó la línea del río.
Aprovechó para guardar las pertenencias de Chasseur, extender una lona en el
suelo y dejar el cadáver sobre ella antes de que se pusiera rígido. Cuando le
pareció que la noche estaba en silencio, salió al jardín y cavó un hoyo bajo el
mango. Envolvió el cuerpo de Chasseur con la lona y lo arrastró con dificultad
hasta el fondo del hoyo. Después lo cubrió con tierra. Estuvo unos momentos
apoyado en la pala, con la cabeza baja. No habría nadie en ese momento en los
muelles, salvo tal vez las ratas, el agua del río golpearía despacio las
canoas, algunos perros hurgarían en las basuras; en el Buganville Bar,
donde Chasseur nunca ocuparía su habitación, los hombres beberían solos,
mientras tres mujeres aburridas y maquilladas trataban de sonreírles desde la barra,
bajo la atenta mirada del sargento de la policía local, que se llevaba un
porcentaje. Nadie recordaría nada al día siguiente. Por fin, sacó una navaja del
bolsillo de los pantalones y trazó una quinta marca en el mango.
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